¿Aló, amigues del futuro? Les invito a mi fiesta de cumpleaños

En la imagen cumplía mi primer año de vida; en el 2020, raspando y en medio de una pandemia, llegué a los 39 mayos. Encerrada y sin amigos a quien convocar. Esta foto me permite una revancha, ¿con el encuentro o con el olvido?

Un día de 1982 mis padres celebraron el primer año de vida de su hija menor. Mi familia y un par de decenas de amiguitos y amiguitas entraron apachurrados en nuestro pequeño departamento de mi barrio de Lince. Bien bañaditos, perfumados y abrazando regalos de todos los tamaños que seguro no querían soltar. Treinta y ocho años después, no hubo nada. Solo una gran pandemia que dura hasta hoy. Este 16 de mayo amanecí entre el eco de las noticias de la cuarentena por el nuevo coronavirus, y en San Miguel. Sin teléfono dorado, sin vestido blanco que manchar. Sola y con un celular ansioso.

Vinilos de Yola, infaltables en las matinés de los 80.

Quién sabe si esta foto fue tomada antes, durante o después de la fiesta. El recuerdo más certero que tengo de ese día no son las canciones de Yola o Parchís, los movimientos gimnásticos de las animadoras infantiles o la panza de Micky y Pluto; quiero recordarme en mi diminuto tamaño y con impacientes deditos, intentado manipular este teléfono de colección: posicionarme siempre en mi esquina adorada de la casa.

Si nos fijamos bien, en esa mesa de mármol donde tantas veces Ana me golpeé, no hay más que ese objeto del deseo. Porque aparte de querer llamar a mis muñecas, pelotas, peluches y rompecabezas por teléfono para invitarlos a mi ‘cumplefeliz’, el guion corto que tenía por boca, le gustaba probarlo todo. Esa tarde, cerca de la matiné, evitarían llevarme de emergencia debido a una ingesta extraña.

«Mi familia y un par de decenas de amiguitos y amiguitas entraron apachurrados en nuestro pequeño departamento de mi barrio de Lince. Bien bañaditos, perfumados y abrazando regalos de todos los tamaños que seguro no querían soltar. Treinta y ocho años después, no hubo nada. Solo una gran pandemia que dura hasta hoy.»

Una reina. Ana Vera en su cumpleaños número uno.

Llaman a la puerta

Seria. Renegona. Metiche. Celosa. Esa era mi ‘miniyó’ a los 12 meses de existencia. Era (¿es?), el papel que le toca a la última de la familia… y por muuuuuchas temporadas. Lo cual se contrariaba, desde entonces, con la extroversión y desenfado de mi hermana mayor y madre. La primera jodía y yo la jodía más; la segunda trataba, de seguro, de controlarlo todo hasta a la perfección misma. Para entonces, los dotes noveles en el remedo odioso hicieron que mi corona ese día no fuera realmente mía, sino la de mi hermana. La que usó en su cumpleaños y mamá conservó. Yo tenía una igual, ¡pero quería esa! Bien doradita, bien guachafita. Todo lo demás no lo podía usar porque me llevaba tres años y varios centímetros por encima. Ahora muchas de sus reacciones tienen sentido.

Me he centrado en esta foto, que es mi preferida de mi fiesta de cumpleaños,  pero para contextualizarla, repaso imágenes físicas de varios momentos de ese encuentro que he trato de mosaiquear en este papel digital.

«Verte en una foto del pasado no solo te jala hacia él y te invita al ejercicio de la memoria afectiva. Es como una especie de llamada donde escucharás en el fondo tu propia voz con inevitable interferencia.»

Y como siempre hay el estelar de la fiesta y lo que ahora serían los famosos bloopers, en ese encuentro vespertino con la felicidad que se supone se experimenta en los cumpleaños, tuve el mío. Cuentan los asistentes con memoria, que desde que llegó la música en vivo, estaba entre el teléfono y el micrófono de la conductora. El cual, obviamente, babeé mientras balbuceaba mi propia canción sin nombre o “sana sana colita de rana…” lo que sería “ñaña ñana ñañaña ñaña…”.

De seguro me la pasé así por un buen rato. Conservo desde entonces el gusto por el canto, el karaoke, cantar sola, hablar sola; lo que mi hermana (sí, la ahora menor) intenta corregir entre risas.

Verte en una foto del pasado no solo te jala hacia él y te invita al ejercicio de la memoria afectiva. Es como una especie de llamada donde escucharás en el fondo tu propia voz con inevitable interferencia. 22 54 80. Esa era el número que con el tiempo aprendí a memorizar y también a olvidar. Al cual ya no solo mis amigas y amigos de fantasía me llamaban; a través de esa línea escuché gorjear a mi primer amorcito del nido, y con los años, aprender a diferenciar y adorar las canciones de moda de los 90.

En esta imagen estoy para morderme los cachetes. Hoy, alguien que también me quiere repite lo mismo. No me llama. Lo escribe por el Whatsapp.


Autora: Ana Vera.

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