«Cada uno vive a su manera»

Amigos no tengo muchos. Y de los poco que tengo, con la mayoría tampoco hago mucho. Un ejemplo es S. Ese no es su nombre por supuesto. Por la pandemia ya casi no nos vemos, pero antes cualquier excusa era buena para encontrarnos. Caminábamos, conversábamos, nos sentábamos en alguna plaza o parque. Soñábamos.

Eran cerca de las cinco y yo estaba en mi habitación terminando de atarme las zapatillas. Debía apresurarme. Tenía que llegar a clases a las 6:40, y contando el tiempo que demoraba en llegar al paradero, el tiempo que tardaría en pasar una unidad del corredor azul, y el tiempo que esta tardaría en llegar al paradero Segura en la Arequipa, era probable que llegara con las justas. Aunque tampoco era grande el ánimo que tenía de ir. Es más, estaba pensando en hacer hora para llegar un poco tarde y no tener que estar —las tres horas que duraba la clase— sentado.

Al terminar de enlazar las agujetas me puse la casaca y bajé a la sala, donde mi mochila descansaba sobre un sillón y mi celular cargaba sobre el mueble contiguo desde hacía dos horas. Me puse la mochila y me senté en el brazo del sillón. Cogí mi celular. Sesenta y tantos por ciento. Ya no cargaba tan rápido como cuando lo compré. Una vaina. Estaba malográndose y yo ni tenía para una recarga de cinco soles. En mi bolsillo tenía nueve, pero tres eran para mis pasajes de ida y vuelta y los otros seis, para algún fiambre que me amenizara la clase. Me puse a revisar los mensajes que me habían llegado en el lapso de tiempo en que mi teléfono había estado conectado. Los contestaría y en la noche que volviese vería las respuestas. Al menos de esa forma no me volvería adicto a las redes. ¿Quién dijo que ser pobre no tiene sus ventajas?

Empecé a ver los mensajes y un tanto de ellos eran del grupo de mis compañeros de la universidad. Aún en ese momento continuaban escribiendo. Estaban bien activos. “Seguro están hablando de porno o están quedando para ir a chupar” pensé. Sin embargo, mi juicio fue erróneo. Estaban comentando algo que había sucedido en la universidad. Así como otra universidad, la mía había sido acusada de construir una fachada falsa. Según dijeron los periodistas, para estafar a los alumnos. Como si uno se fijara en cuántos pisos tiene la sede en lugar de la malla curricular. Esa mañana había ido Defensa Civil y había hecho algunas observaciones, como la falta de señalización y las inconclusas instalaciones eléctricas en algunas aulas, por lo que clausuraron la sede, mi sede. No habría clases. No hasta nuevo aviso.

La sede donde estudiaba en plena remodelación.

En el grupo el ambiente estaba tenso. La mayoría estaba desanimada, pues veía eso como un presagio de que no le otorgarían el licenciamiento a la universidad. Estaban renegando, lamentándose, resignándose.

Lo que yo sentía en ese momento era extraño. Hasta cierto punto todo me era indiferente, pues en mis planes no estaba ejercer la ingeniería; sin embargo, no podía dejar de sentirme mal por mis compañeros que, por una u otra razón, la cual dicho sea de paso, ni a las autoridades, ni a los periodistas, ni a los transeúntes les interesaba, habíanse vistos obligados a estudiar ahí. Obligados por sus familias, por el sistema, por la economía, por el modelo pedagógico defectuoso de los colegios. Por, por… ¡Con un demonio!

No quería quedarme en casa. Iba ya tres días que no salía de casa más que para entrenar. Comenzaba a sentirme enjaulado; además, era fin de semana. Debía, quería encontrar algo que hacer. Después de pensar un momento y revisar mis contactos, decidí escribirle a S. Él era un amigo mío que había conocido gracias a las pesas. Entrenaba en el mismo gimnasio que yo, aunque no habíamos comenzado a hablar hasta después de haber coincidido en un seminario. A él también le gustaba escribir. Tenía un estilo diferente, muy poético. Nuestras opiniones acerca de la vida coincidían en algunos puntos; en otros discernían. Pero a pesar de eso nos llevábamos bien, nos entendíamos. Con él no tenía que pretender estar enamorado del mundo. Podía libremente expresar todo mi repudio por cómo funcionaban las cosas, y él fresh, no criticaba. Incluso en ocasiones también soltaba sus monólogos de crítica social. Éramos dos huevones anti sistema.

«no podía dejar de sentirme mal por mis compañeros que, por una u otra razón, la cual dicho sea de paso, ni a las autoridades, ni a los periodistas, ni a los transeúntes les interesaba, habíanse vistos obligados a estudiar ahí. Obligados por sus familias, por el sistema, por la economía, por el modelo pedagógico defectuoso de los colegios»

—Oe, ¿qué harás más tarde? Han clausurado mi universidad. No tendré clases y estoy aburrido. Hay que hacer algo.

—¿Plan de qué hora?

—Seis. Habla, ¿qué dices?

—Ya pues, 6:30 en el centro. Hazme la taba a buscar un par de libros. Ya conseguí dinero para comprar “La Senda del Perdedor” y “Mujeres”.

—¿“Mujeres”? Pero si esa te la presté hace tiempo…

—Sí, pero no la terminé de leer.

—¿Dos meses con el libro y no lo terminaste? Bueno, ya qué… Entonces a las 6:30 en el Real Plaza. De ahí lateamos a Plaza Francia. Por ahí sobrado encuentras.

—Ya, sale.

—Ah, por cierto, estoy sin saldo. Me timbras cualquier cosa.

—¡Qué novedad! Ya, ya, nos vemos.

Del Rímac al Centro de Lima no demoraría mucho. Saqué cuentas. Fácil en media hora llegaba, y considerando que S siempre llegaba tarde, tenía por lo menos quince minutos más antes de salir. Chequeé un rato Instagram y Facebook. Memes y noticias. Cerebro nutrido. Salí.

El Real Plaza donde me encontré con S. Foto: Perú Retail.

En el camino al paradero pensé que mejor sería recargar mi celular, al fin y al cabo, me sobraban seis soles y el saldo me serviría para estar comunicado dos o tres días. Entré a una bodega y no tenían sistema. “Allá en el centro será” pensé, y fui al paradero. Tomé el bus y en el camino S me llamó. Tardaría unos diez minutos más, pero que lo esperara afuera del Starbucks. La recarga había perdido urgencia. Pensé en que hacía semanas no fumaba ni un solo cigarrillo. Si me compraba por unidad, me saldría 1 sol 20 cada uno. La cajetilla costaba seis, justo las lucas que me sobraban. Cajetilla salía más a cuenta. Apenas descendí del bus, me dirigí hacia un Tambo y compré un Pall Mall convertible de diez. Estaba abastecido para la tarde. Sería una buena tarde.

Me dirigí al Starbucks y esperé. Mientras esperaba, observé a todas las personas. Podía notar que algunas, exhaustas, caminaban con desgano hacia la estación del Metropolitano, de donde salían otras más animosas, caminando apresuradas mientras tenían los ojos fijos en la pantalla del móvil y sus pulgares se movían a alta velocidad. Iban al encuentro de alguien. Algún o algunos amigos, o quizá sus parejas. Definitivamente tonearían en los bares de la Plaza San Martín.

Llegó S. Caminamos con rumbo a Quilca donde, según recordé, estaba la librería de un tío que tenía los libros de Bukowski a diez soles cada uno. En el camino encendí un fallo, mientras S me contaba cómo su flaca había discutido con una clienta del Smartfit, que le reclamó el haber dejado la barra cargada con dos discos de diez kilos.

—Eran diez kilos. La flaca fácilmente los podría haber sacado. O el huevón del entrenador. Por algo trabaja ahí, ¿no?

—Sí, pero uno no estudia para estar acomodando los discos que a alguien le dio flojera guardar.

Luego de que hubiera comprado sus libros, nos dirigimos a la Plaza Francia para sentarnos y conversar. En el camino vimos un puesto de anticuchos.

—Habla, ¿una porción?

La porción costaba seis. Quizá no había sido buena idea comprarme puchos.

—Ala, estoy cero fichas. Pero te hago la taba.

—Te invito. No te preocupes.

—Chucha, estás con plata. Que sean dos entonces.

«Partiría sin saber cuándo voy a llegar, porque pararía en las provincias para conseguir trabajo, vivir algún tiempo, ahorrar un poco y así poder continuar con otro tramo. Sería genial. Ya no volvería».

Comimos mientras me contaba que estaba estudiando diseño de interiores en un instituto junto a su flaca. Luego pensaba, quizá, estudiar arquitectura. Llegamos a la Plaza Francia y nos sentamos en una banca que estaba libre. Yo saqué otro fallo. Qué bien se sentía el humo entrando en mis pulmones luego de semanas. Exhalé suavemente. Quería ver cómo poco a poco el humo se disipaba en el aire. S me preguntó:

—¿Y tú? ¿Qué planeas hacer cuando acabes la universidad?

—No sé. Hace unos días se me ocurrió entrar a algún periódico como editor, pero solicitan estudios de periodismo. Alucina que ahora también piden cartón para corregir oraciones.

—¿Cómo se te ocurrió esa vaina?

—Estaba pensando en estos escritores: Bukowski, Miller, Kerouac, todos trabajaron en eso… Podría haber sido chévere. Me hubiese servido como ejercicio para mejorar mi escritura, pero ya fue. También vi para escribir freelance, pero se necesitan estudios de marketing, además que definitivamente al principio no podría vivir de eso. Necesitaría otra chamba. Creo que vuelvo al plan de buscar en algún gimnasio.

—No se puede vivir de la escritura.

—Quién sabe… ¿Y si hago un best seller?

—¿Escribiendo sobre tu vida?

—No es muy larga aún, ni tan buena, pero hay buen material en ella, aunque no lo creas.

—Deberíamos viajar. Mandar a la mierda todo. Buscárnosla en otro lado. Aunque yo buscaría estabilidad. Quiero poner un negocio.

—No, un negocio te ata a un lugar. El otro día también se me vino esta idea: conseguir una combi Volkswagen de segunda, enchularla bacán y largarme de viaje. A cualquier lado. A Brasil tal vez. O a Argentina. Partiría sin saber cuándo voy a llegar porque pararía en las provincias para conseguir trabajo, vivir algún tiempo, ahorrar un poco y así poder continuar con otro tramo. Sería genial. Ya no volvería.

—Si me voy, volvería de visita nada más. Oe, se está haciendo tarde, tengo que alistarme. Más tarde iré con mi flaca a una disco. ¿Vamos?

—No tengo plata, además mañana quiero entrenar temprano.

—Vive, huevón. Así quieres ser escritor. Tienes que vivir para tener de qué escribir.

—Cada uno vive a su manera.

Nos pusimos de pie. Yo ya fumaba mi quinto cigarrillo mientras él pensaba hacia dónde ir. Al final fuimos por un par de emolientes, luego de los cuales nos separamos, cada uno rumbo a su casa. Más tarde, él viviría; yo escribiría.


<strong>Enrique Arellano Flores</strong>
Enrique Arellano Flores

Tiene veintiséis años. Diez de ellos ha practicado deporte, siempre con peso. Primero quiso ser fisicoculturista, luego halterófilo, pero la pandemia llegó y los gimnasios cerraron. Ahora juega con unas kettlebells en la azotea de su casa. Recientemente ha incursionado en el movimiento libre, más que todo en patrones de locomoción animal. Según él, imita el andar de chimpancés, babuinos, gorilas. Cuando era chibolo, su viejo le decía “Tú eres el eslabón perdido de la evolución”. También le decía que tenía que estudiar una carrera. Estudió ingeniería y aparte llevó cursos de musculación y cosas relacionadas. Pensaba “No voy a terminar trabajando ocho horas sentado en una oficina”. Ahora se las pasa sentado en su cuarto escribiendo, leyendo y editando. Pero espera algún día pasárselas con una cámara en la mano y al costado de una manada de ballenas.

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