«Es curioso cómo, un simple aroma, puede transportarme a quince años atrás»

¿Alguna vez un aroma te ha transportado a tu niñez? A mí sí. El olor de un juguete viejo, el olor de la ropa guardada, el olor del perfume favorito de mi abuela. ¡Quién imaginaría que unos simples aromas me harían revivir esas anécdotas que no le he contado a nadie!

Mi abuela, mi segunda madre, aquella persona que ayudó en mi crianza y que dejó una marca imposible de borrar en mi vida. Se llamaba Victoria, pero yo le decía “Voyita”. No es un apodo que yo le haya puesto. Recuerdo que cuando tuve la edad suficiente para hablar y llamarla por su nombre, me dijeron que era ese. Años después, ya por pura curiosidad, le pregunté a mi madre por qué le decíamos así. No entendía cómo aquel apodo podía salir del nombre Victoria. Mi madre me explicó que la primera nieta de mi abuela se lo puso. No había sabido pronunciar su nombre y le salió aquel apodo, apodo que quedó marcado pues cada nuevo integrante de la familia aprendía que debía llamarla así.

Natalie y su abuela Voyita.

Voyita era una abuela gordita. Le encantaba el arroz más que cualquier otra guarnición. Creo que su plato siempre estaba lleno de arroz y algo más. Era de estatura baja y tenía los ojos más lindos del mundo, ojos marrones claros, ojos que en más de una ocasión deseé haber heredado. No heredé su color, pero sí la miopía. “Tienes el ojo perezoso como tu abuela” me decía mi mamá.

Mi abuela era una persona muy noble, muy solidaria, de corazón muy bueno. Pensaba más en el resto que en ella misma: siempre estaba dispuesta a ayudar. Recuerdo que cada vez que alguien llegaba a la casa para reparar algo, ya sea el cable, el teléfono o cualquier otra cosa, mi abuela lo recibía con un buen desayuno o un buen almuerzo. Dependía de la hora.

Recuerdo que cuando la señora que cuidaba a mis primas (Vanessa, Tania y Francesca), que vivían en el tercer piso de la casa que compartíamos con mi abuela, necesitaba algún ingrediente para cocinar, mi abuela siempre daba de más. Si la señora necesitaba un huevo, mi abuela le daba una docena completa.

Es por eso que estoy segura que ha tocado muchas vidas, sobre todo la mía.

«Era de estatura baja y tenía los ojos más lindos del mundo, ojos marrones claros, ojos que en más de una ocasión deseé haber heredado. No heredé su color, pero sí la miopía. “Tienes el ojo perezoso como tu abuela” me decía mi mamá».

Mi abuela era de esas abuelas engreidoras, de esas que le dan la contra a tu mamá y se ponen de tu lado para defenderte. Como aquellas tardes en que mi mamá, justo antes de irse a trabajar, indicaba que hiciera las tareas y me bañara. De lo contrario, no podría jugar.

La verdad es que no me gustaba bañarme. Por eso, cada vez que mi abuela me decía “Natalie, ya entra a bañarte”, yo le decía “En un ratito” mientras seguía viendo televisión. Así se pasaban las tardes, hasta que ya un poco desesperada mi abuela me obligaba a meterme a la ducha. En ocasiones simplemente no lo hacía. Cuando mi mamá llegaba y veía que no había cumplido con lo prometido, me regañaba y juraba que no me dejaría ver televisión hasta el día siguiente.

Mi abuela salía en mi defensa: “Deja a la niña. Ya mañana temprano la ayudo a bañarse antes de que se vaya al colegio. Anda, hijita. Ve a ver televisión tranquila”.

La celebración de los catorce años de Natalie.

El olor de la carne recién frita me recuerda a ella. A esas veces en las que no permitía que mi madre me obligara a comer algo que no me gustaba, y en las que prefería prepararme un bistec apanado con arroz. Un plato tan sencillo que cada vez que lo como me transporta a esos años. No sé si habrá sido buena idea, pues hasta el día de hoy no como pallares o frejoles. Si hay algo que no me gusta, me preparo mi bistec apanado con arroz.

El olor a pan recién horneado también me recuerda a mi abuela. A las tardes de invierno en las que me sentaba a tomar lonche con ella. Ella con su taza de café, y yo con lo que pretendía que era café, pero en realidad era una taza llena de cebada. Pasaba la tarde entre conversaciones de adultos que no llegaba a comprender, y melodías que salían de la radio, de emisoras que seguramente habían sido elegidas por mi tío. Música de los 80 o rock en español. Hasta el día de hoy me encuentro tarareando aquellas melodías cuando tomo una ducha o espero el transporte público para dirigirme al trabajo.

Se me hace curioso pensar cómo, un simple aroma, puede transportarme a quince años atrás. Años en los que las preocupaciones no inundaban mis pensamientos ni tampoco era tan consciente de que debía aprovechar cada momento como si fuera el último. Años en los que, en lo único que pensaba, era en terminar de comer para salir a jugar con mis tres primas. Desde que tengo memoria, hemos sido cómplices en todo, por eso las siento más como mis hermanas. Jugábamos con nuestras muñecas, a las escondidas, a las chapadas y a la casa embrujada.

Otro olor que me recuerda a mi abuela es el de la papa recién sancochada. Me recuerda aquella tarde, cuando tenía ocho o nueve años, en la que estaba intranquila por la cocina mientras ella preparaba el almuerzo para ese día. Yo estaba aburrida, seguramente mis primas no estaban disponibles para jugar, o quizás había sido una de esas tardes en las que nos peleábamos hasta decirnos que no íbamos a vernos más. Por supuesto que eso no llegaba a cumplirse, pues un poco más tarde estábamos nuevamente jugando.

Natalie acompañada de dos de sus primas.

No recuerdo con exactitud el motivo de mi inquietud, pero sí recuerdo que mi abuela me llamó para ayudarla a cocinar. Había sancochado un par de kilos de papas amarillas y las estaba pelando y prensando minuciosamente. “¿Quieres aprender a preparar puré de espinaca?” me preguntó. El entusiasmo se apoderó de mí, y rápidamente fui a lavarme las manos antes de comenzar a ayudarla. Leche, margarina, sal, espinaca hervida y licuada, las papas bien machucadas. Los ingredientes fueron puestos en una olla enorme, porque mi abuela cocinaba como para toda la cuadra. Lo único que yo hacía era mezclar, mezclar y mezclar.

Un plato que ahora veo sencillo, en ese momento fue algo extraordinario. No había hecho más que observarla y ayudarla a mover la mezcla, pero ese día les dije a todos que yo había cocinado con mi abuela el puré de espinaca. Estábamos sentados todos en la mesa grande del comedor (mi mamá, mi tío, mi abuela y yo), y yo, emocionada por saber lo que pensaban, lo primero que hice luego de que probaran un bocado fue preguntar “¿Qué tal está? Yo lo hice”.

Me alabaron. Me dijeron “Está muy rico. Vas a ser una gran cocinera”. Y no se equivocaron. Después de aquella tarde, no había día en el que no tuviera curiosidad por saber qué prepararía mi abuela y cómo lo haría. Tallarines rojos, estofado de pollo, guiso de carne. Platos que hasta el día de hoy preparo con la misma emoción y sazón. Porque mi madre siempre me dice: “Te sale igualito que a Voyita”.


<strong>Natalie Muñoz</strong>
Natalie Muñoz

Tiene 24 años. Es amante de los documentales de crímenes, el sushi y los perros. En sus ratos libres hace repostería. Le encanta ir al cine y escuchar música. Desde pequeña tuvo una pasión especial por la escritura que al crecer terminó por olvidar, pero con la cual ha vuelto a reencontrarse gracias a Machucabotones. 

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