«Escribir se ha vuelto una tarea difícil»

Me sucede a menudo que cuando me siento a escribir no logro hacerlo por un tiempo prolongado, porque en lugar de dejarme llevar por los recuerdos, y los sentimientos que estos me provocan, me preocupo por el estilo y la estructura del texto. Pienso, y mucho. Y es exhausto. Pero, si no puedo escribir sobre algo en particular porque estoy bloqueado, ¿por qué no escribir sobre mi bloqueo?

La tarea de escribir

Eran alrededor de las diez de la mañana. Ya había acabado con algunas de las tareas de mi trabajo, pero aún me faltaba la más importante: escribir mi columna. Sin embargo, no podía. Además de la presión que yo mismo me causaba por escribirla, y por escribirla bien, cosa que podría haber hecho sentándome a escribir lo primero que se me ocurriera, el sueño y la bulla me impedían mover mi articulación radiocarpiana como un poseído que dibuja al demonio página tras página.

El sueño, porque la noche anterior, al igual que todas las noches desde que comenzó la cuarentena, me había acostado a las dos de la mañana. Y la bulla, porque mi madre estaba entrenando en nuestro mini gimnasio, el cual está encima de mi habitación. El sonido de los discos deslizándose por el suelo, de las kettlebells chocando unas con otras y de las poleas yendo y viniendo, me perturbaba. Ya no sé cuánto tiempo llevaba dando vueltas en mi cama, tratando de conciliar el sueño con la esperanza de que, al despertar, tuviese una idea magnífica, o por lo menos, recordase algún sueño que valiese la pena contar. Porque, ¿qué diablos podía contar ahora que llevaba cien días en confinamiento? ¿De cómo en las noches en lugar de dormir me pongo a practicar poses de yoga? ¿De cómo en las mañanas mi viejo me tiene que despertar para que lleve a pasear a mi perro? ¿De cómo…? Es absurdo, ni siquiera me atrevo a mencionar más situaciones porque no quiero que mis padres las lean. Temo su reacción.

«Ya no sé cuánto tiempo llevaba dando vueltas en mi cama, tratando de conciliar el sueño con la esperanza de que, al despertar, tuviese una idea magnífica, o por lo menos, recordase algún sueño que valiese la pena contar. Porque, ¿qué diablos podía contar ahora que llevaba cien días en confinamiento?»

Escribir se ha vuelto una tarea difícil. Mirando el techo se me ocurren un sinfín de ideas: oraciones, diálogos, personajes que puedo describir; sin embargo, cuando me siento frente a la hoja y cojo el lapicero se me esfuman todas esas ideas, lo cual está bien, pues la escritura es autodescubrimiento. Uno no debería sentarse a escribir sabiendo cómo va a acabar la historia. Es más, ni siquiera sabiendo cómo la va a empezar. Escribir sin pensar, esa es la premisa. Pero pensar que no debo pensar me abruma. Medito “¿qué escribo?” y me quedo allí, pensando y pensando, escribiendo y tachando, corrigiendo y borrando, pero nunca tipeando. No. La computadora no me gusta. Escribo a mano, pero esto también tiene sus dificultades. Llega un punto en el que, por alguna razón, la tinta del lapicero no corre en el papel. Es desesperante. Trazas y trazas y lo único que logras es hacerle relieve a la hoja. Pareciera más un trabajo de filigrana que de literatura. Muchas veces me he visto cerrando el cuaderno cuando he llegado a ese punto. Experimento frustración y arrojo el lapicero contra la pared, a ver si así escribe. Obviamente eso no conduce a nada, acaso a más frustración, porque la punta se jode y no escribe nunca más. Pero me parece que enseña algo.

Escritura y deporte

Pienso que el acto de escribir es como el gesto deportivo, porque para que ambos sean fluidos y coordinados, hay que ejercitarse. Ya sea que quieras hacer un snatch, un salto triple, o lanzar el martillo, para obtener la máxima eficiencia es imprescindible que la acción se realice sin interrupciones.

Lo mismo ocurre con el acto de escribir. Para maximizar el poder de las palabras estas deben ser escritas de forma ininterrumpida. La mente debe estar en off, al menos la parte consciente. Los movimientos de tu muñeca, o de tus dedos si es que prefieres usar un teclado, ya deben estar interiorizados, tal como lo están los movimientos de un deportista que se ha ejercitado durante décadas. Él ya no piensa en cómo se va a posicionar o en cómo se va a mover. No. Cuando sujeta su herramienta sencillamente se mueve, como por un acto reflejo, como si fuera una planta que se yergue ante la luz solar. Así debe moverse también un escritor. Una vez que sostiene su herramienta ya no piensa en el trazo inicial ni en el punto final. Solo escribe. Las aposiciones, las metáforas, las descripciones fluyen naturalmente, como agua que emerge de entre piedra caliza. De esta forma, las oraciones encajan como bloques de tetris.

«Ya sea que escribas o hagas deporte, habrá días en los que estarás motivado y otros en los que no. Sin embargo, es imprescindible que entrenes y escribas en ambos días. No puede haber concesiones. Disciplina.»

Pero también se parecen en otra cosa. Ya sea que escribas o hagas deporte, habrá días en los que estarás motivado y otros en los que no. Sin embargo, es imprescindible que entrenes y escribas en ambos días. No puede haber concesiones. Disciplina. Es cierto que uno no puede exigirse al 100% todos los días, porque así es como se sobreentrena el cuerpo y la mente, llegando a las lesiones y a la desmotivación, pero es vital seguir un programa para desarrollar la fuerza y la creatividad. En una ocasión me dijeron “Todo se entrena”, y en otra, “Todo es un proceso”. Ambas proposiciones ciertas.

Pero hay que saber escuchar al cuerpo. Hay que saber programarse: qué intensidad, qué frecuencia, qué volumen. Es decir, qué carga utilizar, cuántos días a la semana repetir dicha carga, y cuántas series de cuántas repeticiones levantarla. Literariamente hablando, cuántas páginas soportar la carga. Porque no es lo mismo escribir sobre algo gracioso que te pasó, por ejemplo, en un restaurante, que escribir sobre algo que te ocasionó una ruptura emocional.

Y sé paciente. Así como día a día, semana a semana, mes a mes, podrás agregarle kilos a la barra, así podrás también hurgar un poco más en tu subconsciente. Poco a poco las plantas de tus pies irán amoldándose y podrás explorar senderos más pedregosos. En esto no hay resultados mágicos de un día para otro. No hay ninguna droga que te puedas inyectar para escribir más páginas. Quizá la dopamina, pero esa la produces siendo feliz, divirtiéndote, jugando… Jugando, porque todo arte nace del juego.


<strong>Enrique Arellano Flores</strong>
Enrique Arellano Flores

Tiene veintiséis años. Diez de ellos ha practicado deporte, siempre con peso. Primero quiso ser fisicoculturista, luego halterófilo, pero la pandemia llegó y los gimnasios cerraron. Ahora juega con unas kettlebells en la azotea de su casa. Recientemente ha incursionado en el movimiento libre, más que todo en patrones de locomoción animal. Según él, imita el andar de chimpancés, babuinos, gorilas. Cuando era chibolo, su viejo le decía “Tú eres el eslabón perdido de la evolución”. También le decía que tenía que estudiar una carrera. Estudió ingeniería y aparte llevó cursos de musculación y cosas relacionadas. Pensaba “No voy a terminar trabajando ocho horas sentado en una oficina”. Ahora se las pasa sentado en su cuarto escribiendo, leyendo y editando. Pero espera algún día pasárselas con una cámara en la mano y al costado de una manada de ballenas.

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