La madurez me hizo más consciente de mis actos, de mis palabras y de mis miradas

Travesuras plagadas de buena intención. ¿Quién no ha cometido alguna? Y, ¿quién no se ha metido en problemas por ella?

Cómo me cuesta retroceder en el tiempo y acordarme de qué me avergonzaba cuando era pequeña. Parece que algunos recuerdos se han borrado de mi mente. Para ser más precisa: casi toda mi infancia. “¿Por qué será?” me pregunto, aunque sé la respuesta, la cual es difícil de aceptar. Recordar algunas cosas de mi infancia me produce dolor. Abro mi baúl de los recuerdos, ese que se llama memoria, y llego a un momento de mi vida cuando tenía tan solo siete años. Era muy pequeña, recontra menuda, con un largo cabello rizado de color castaño y una mirada tierna.

Ese día estaba en el colegio. No recuerdo qué examen nos habían entregado, pero sí recuerdo a mi compañera de cabello largo color azabache, un poco llenita, de mirada perdida y lentes gruesos, con los ojos llenos de lágrimas. Me acerqué y, sin entender bien por qué lloraba, le dije “¿Por qué lloras Manuela?”. Ella me miró y me dijo “Mi papá me va a pegar”. Le pregunté por qué. “Porque me he sacado mala nota”. “¿Por esooooo?”. No podía entender cómo alguien podía llorar antes de tiempo, cuando su papá todavía no le había pegado.

En mi pequeña madurez no entendía que Manuela se había conectado con el miedo y el recuerdo de que, cada vez que llevaba a casa una mala nota, su papá le pegaba. Es así que, en mi inmadurez, la miré y le dije “Bueno pues, ahora llora con razón”. Y le di unas nalgadas. Mi compañera se puso a llorar a mares. A mí me llamaron la atención. 

Pero la historia no quedó ahí. Pasaron dos días y me llamaron a la dirección. Fui contenta, ya que siempre buscaba una excusa para salir del aula.  Qué cosas no les hacía a los profesores. Recuerdo que siempre decía que necesitaba ir al baño cada media hora. Trataban de retenerme, pero no podían conmigo porque yo gritaba “¡Me orino!”. Ante tanta insistencia, no tenían más remedio que dejarme salir. De esas tengo miles. Si no estaba en el baño, estaba practicando para alguna actividad, ayudando fuera de clase, vendiendo en el quiosco, o sino castigada. Pobrecitos mis profesores. Todo lo que tenían que soportar de una niña malcriada, pero la verdad es que me aburría mucho.

En mi pequeña madurez no entendí que Manuela se había conectado con el miedo y el recuerdo de que, cada vez que llevaba a casa una mala nota, su papá le pegaba. Es así que, en mi inmadurez, la miré y le dije “Bueno pues, ahora llora con razón”. Y le di unas nalgadas

Cuando llegué a la dirección, después de darme varias vueltas por los dos patios del colegio, tocar la puerta y abrirla, me encontré con un hombre alto, de cuerpo grueso, con mirada de malo. Sus ojos podrían haberme acuchillado en ese preciso momento. En aquel instante, la risa se borró de mi rostro. Quedé más pálida que un papel en blanco. La madre directora me dijo “Pasa, hijita, y cierra la puerta”. Entendí que, quien estaba ahí, era el padre de mi compañera. Me sentí avergonzada y asustada. Entendí que, lo que había hecho, había sido algo malo.

El señor con cara de malo me miró y me dijo “ ¿Te gustaría que yo te hiciera lo mismo!”. Yo, aterrada, miré a la madre directora, buscando su protección, pero ella solo dijo “Señor, cálmese. Es una niña. Lo hizo por jugar”. El padre la miró y dijo “Eso no es una broma”. Recuerdo que su voz era dura, y que yo no sabía qué hacer. Me moría de miedo. Mi rostro de pícara había desaparecido. Sentía que el hombre que estaba al frente de mí me podía matar. Identificaba la cólera que emanaba de su rostro. Sus gestos, su cuerpo, todo él era ira. Volvió a decirme “No te vuelvas a meter con mi hija. Que sea la última vez que lo haces”. Yo estaba con los hombros encogidos, la mirada en el suelo, sintiéndome indefensa por tal bochornosa situación, que creí en un principio una broma, pero que resultó una tragedia.

Hasta el día de hoy no puedo olvidar aquella mirada y aquellas palabras de aquel padre que defendió a su hija de una niña que vio las cosas como juego. Después de esa escena bochornosa, llegué al salón de clases y desde ese momento no volví a hablarle a Manuela. Estudiamos diez años juntas, pero yo hice como si ella no existiera. Las demás chicas del salón muchas veces se reían de ella, pero yo no. Había aprendido la lección. Antes de terminar el año escolar, en una reunión, donde todos teníamos que sincerarnos, con lágrimas en los ojos, ella manifestó todo el dolor que le habíamos causado esos diez años. En ese preciso instante mis lágrimas comenzaron a salirse. Me paré, la miré y dije “Es verdad. Es verdad todo lo que dice Manuela. Hemos sido crueles y yo te pido perdón”.

Sin querer la había lastimado. Y era parte de ese grupo al que ella estaba reclamando. Había conectado con su dolor después de mucho tiempo, aquel dolor que cuando era pequeña no había entendido. La madurez me hizo más consciente de mis actos, de mis palabras y de mis miradas. Pude ser mejor persona.


<strong>Peggy Eyzaguirre</strong>
Peggy Eyzaguirre

Docente UP. Coach. Profesora de mindfulness. Amante del conocimiento, el aprendizaje, la creatividad y la conexión con los demás. Disfruta acompañar a las personas en su crecimiento. Le gusta la aventura, la música, el baile y el placer de no hacer nada. «Me da miedo equivocarme, pero lucho para aceptar que no todo puede ser perfecto» nos dice. Ha sido alumna del taller #YoEscritor.

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