Mi primer recuerdo y, ahora que lo pienso, el más importante

Una niña se entera que dejará de ser hija única. ¿Cómo tomará la noticia? ¿Cómo será su primer encuentro con aquel nuevo integrante de la familia?

Recuerdo estar en el asiento trasero del auto de mi papá. Voy cantando o hablando con él, mientras recorremos las pocas cuadras que nos separan de casa. Puedo oler el tapizado de cuero color marrón que cubre todo y que, con solo tocarlo, me produce frío. Las costuras del asiento me raspan las piernas. Veo en el espejo que tengo enfrente un pulpo gris de lana, con un moño rojo atado en el cuello. Sus ojos móviles se bambolean de un lado a otro cuando el vehículo avanza; un cartel pegado a la altura de sus tentáculos dice “¡¡¡Feliz día papá!!!”.

Tenía tres años. Era el último día que iba al jardín. Según me cuentan mis padres, ese mismo día me enteré que dejaba de ser hija única para convertirme en hermana mayor. Inmediatamente, toda posibilidad de separarme de mis viejos, aunque solo sea por unas horas para ir a cantar y aprender italiano, para jugar con mis amiguitos y ver a mi maestra que tanto quería, quedó anulada.

La madre de Andrea y el último eslabón de su pequeña familia.

Faltaban tres meses para que la familia se agrandara. Decidí no despegarme ni un segundo de mamá. El 23 de septiembre de 1989 mamá iba a dar a luz por cesárea. Por ello, una noche antes tuvieron que internarla.

Lo siguiente que recuerdo es estar en casa de mis tíos, llorando como loca, pues no quería estar en ese lugar. Quería abrazar a mi mamá, quería que papá me fuera a buscar. ¿Por qué me habían abandonado? ¿Dónde estaban?

La luz tenue de una lámpara de noche se filtraba por la habitación, era cálida y amarilla. Acostada boca abajo en una gran cama, hacía berrinches, mientras mis tíos —uno de cada lado— intentaban calmarme. Mi tío le decía a su mujer que habría que llamar a mi papá. Recuerdo a mis primos Diego y Patricia entrando en la habitación con un montón de juguetes, tratando de tranquilizarme, pero no había caso. Nada me calmaba; al contrario, lloraba peor. Todo lo que yo quería era estar en casa, volver a ver a mamá.

«Me tomé con mis dos manos del borde y me empiné, para ver qué había dentro de esa cosa cuadrada que tanta atención demandaba»

La próxima imagen que se me viene a la cabeza es estar tomada de la mano de papá, ver la alianza de oro en su mano izquierda y juguetear con ella haciéndola girar mientras caminamos. Cruzamos a mucha gente, el pasillo es largo y hay muchas puertas. Papá habla con algunas personas. Pienso que grita, pero cuando veo su cara, lo noto sonriente. Tengo mucho calor,  llevo puesto un conjunto de buzo verde agua de una tela peluda, que me pica y en el medio tiene el dibujo de un tren.

Corrían los últimos días de septiembre, cuando el clima en Chaco es bastante caluroso. Entonces, más allá de que siempre tengo calor, es probable que haya estado demasiado abrigada. No quiero culpar a nadie, pero papá me vistió ese día. Llevaba, además, el pelo recogido en un moño alto bien tirante, del que no se me escapaba ni un solo rulo, y zapatillas blancas para combinar mi look.

Andrea con su conjunto verde agua y su hermana Nuria.

Cuando llegué al cuarto del sanatorio, sentí un olor extraño. La nariz me quemaba cada que respiraba. Además, todo tenía mucha luz, todo era muy blanco. Al entrar, lo primero que vi fue a mamá. Tenía el cabello muy corto. Estaba pálida, con los labios pintados de un rosa bastante fuerte que resaltaba su palidez. Vestía un camisón de manga corta azul oscuro, de raso, con flores rosadas y negras. Ni bien me vio, me extendió los brazos y, con una sonrisa hermosa, me llamó al tiempo que de sus labios salían todo tipo de palabras cariñosas, pero yo la ignoré. Seguí de largo hasta detenerme en lo que había a su lado. Me paré en seco en cuanto lo alcancé. Sentía a lo lejos que me seguían hablando, pero no pude prestar atención a nada más. Me tomé con mis dos manos del borde y me empiné, para ver qué había dentro de esa cosa cuadrada que tanta atención demandaba, y que se encontraba en el lugar donde yo debía estar: al lado de mamá.

Envuelta en unas sábanas blancas, se encontraba ella: rostro ovalado, pelo negro —poquito y finito—, muy blanca y con una mancha de nacimiento roja entre las cejas. Cuando me vio, no lloró, marcando su personalidad desde los primeros momentos de vida. Mamá la tomó en sus brazos, papá me alzó en la cama y me sentó a su lado, al tiempo que me tenía aún sujeta por los hombros y me presentaban a Nuria: el último eslabón de mi pequeña familia, mi otra mitad, mi compañera de vida y mi primer recuerdo y, ahora que lo pienso, el más importante.


<strong>Andrea Scolari</strong>
Andrea Scolari

Tiene 34 años, es argentina y abogada. Actualmente vive en Lima con su perra Roma. Su pasión es la lectura, la buena música y las películas. En estos últimos meses ha incursionado en la lectura. Ha sido alumna del taller #YoEscritor.

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