Ser consciente de que cada día enfrento una lucha distinta, cambia a diario mi perspectiva de lo que me sucede.

«Ítaca», poema de Kavafis, comienza así: «Cuando emprendas tu viaje a Ítaca pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias. No temas a los lestrigones ni a los cíclopes». Estamos de acuerdo. Para llegar a nuestra meta necesitamos nuevos retos y nuevos conflictos. Nuevos errores y nuevos miedos. ¿Qué sería de nosotros sin nuevas luchas? ¿Cómo creceríamos?

Cuál es mi lucha. Mi pelea. Esa bronca. El conflicto. La batalla.

¿Lucho para ganar? ¿Contra quién o para qué lucho? ¿Me rindo? ¿Quiero luchar? ¿Tengo armas? ¿Se vale huir? Preguntas necesarias que escarban el pecho y hurgan la mente. Hago una introspección. Salgo del modo automático de la vida (ese que es inercia cuando vas haciendo cosas sin darte cuenta de que respiras).

Ser consciente de que cada día enfrento una lucha distinta, cambia a diario mi perspectiva de lo que me sucede. Ayer estaba en bronca conmigo misma.

El famoso «qué dirán»

Asistí a un almuerzo sin entusiasmo.

Me resulta hipócrita hacer algo porque a un tercero le preocupa el famoso “qué dirán”. Una compañera con la que estudié secundaria vino del extranjero y las chicas de la promoción organizaron un almuerzo. Contenta, me apunté para asistir. Disfruto compartir con ellas, sobre todo cuando va una amiga muy divertida con la que reímos a carcajadas. A las nueve de la mañana me dijeron que mi amiga, la ocurrente, la graciosa, no asistiría. Además, entre las pocas que sí, debíamos invitarle a la que viene del extranjero. Respondí con un tufo a fastidio, tratando de disimular: “¡¡¿¿Whatt??!! ¿Cuándo se acordó eso?”. Por respuesta obtuve un “Carmen, no te pases, qué va a decir de nosotras. Hace años que no la vemos”. Yo respondí “¿Y…? Ella tampoco nos ve a nosotras hace años”.

Peleé conmigo misma porque no quería ir, no por el dinero, sino por esa actitud con la que demuestras ser defectuosa, subestimada por alguien a quien, por el hecho de que viene del extranjero, “hay” que invitarle. Jamás me han dicho para invitar a la compañera que más dificultades económicas tiene. Alguna vez lo propuse y la mayoría ni respondió. Si me hubieran dado una sola buena razón de por qué invitarle, yo estaría de acuerdo, pero que sea por el “qué dirá” me rebela. Tanto como cuando veo personas de viaje en el extranjero dando propinas generosas. Y en nuestro país, no pues, no hay, no dejan nada. O cuando en el frutero ambulante regatean el precio de una fruta y en el supermercado ficho pagan sin chistar. ¿Por qué? ¿Eres mejor dando más al que tiene más? Yo llamo a esa incoherencia de comportamientos hipocresía farandulera. Porque solo es show, apariencia huachafa.

Pero, ¿saben? Esta lucha la perdí. Ganó el “qué dirán”. A la hora de la cuenta salió a relucir el hipócrita o acomplejado “¡Nosotras te invitamos!”. En mi caso fue hipócrita. Ganó el comportamiento colectivo de mi grupo. Yo tiré la toalla. Interiormente luchaba con mi manera de pensar, pero era una lucha inútil. Preferí cuidarme para una lucha que valiera la pena.

Drako

Hoy me quedé dormida: son las 8:30 de la mañana. No tengo ningún conflicto con ello, pero levantarme a las ocho hubiese sido mejor para llegar a la clase de yoga de las diez. Procedo con la autoexploración: cuerpo, sentimientos, emociones… Todo en orden. Ninguna resaca emocional de la bronca conmigo misma de ayer.

Pongo atención a mi entorno. Hay demasiado silencio en el edificio. Baja mi nuera del tercer piso y me da una triste noticia. Decidieron poner a dormir a Drako, el bulldog inglés de once años y ocho meses que vivió con ellos durante siete años. Era extranjero. Llegó a Perú con un pasaporte belga que lo identificaba. Se lo regalaron a mi hijo con cuatro años, cuando lo iban a sacrificar porque en el edificio donde vivía la persona que lo trajo desde tan lejos no aceptaban mascotas. Trato de luchar con la tristeza que me invade. La veo también dibujada en los rostros de mi hijo, mis nietos y mi nuera. No hay forma de aliviar la pena en mis seres queridos. Me piden que los movilice en mi auto hasta la veterinaria para la eutanasia. Acepto.

Drako, exhibiendo su único colmillo.

Drako es un bulldog con pedigrí. Cabezón, robusto, de color caramelo, pecho blanco, orejitas como dos triángulos caídos y ojos negros perfectamente redondos, bordeados por unas profundas ojeras negras. La nariz negra y húmeda es totalmente chata. Los cachetes caídos a los lados, con pliegues arrugados, cubren la boca también chata, negra, grande y ancha de donde sale un único colmillo y su lengua rosada.

Me conmueve hasta las lágrimas ver a mi hijo bajar las escaleras con los ojos llorosos y su mascota enferma en los brazos. Lo trae cargado como un bebé, con la cabeza apoyada sobre el hombro derecho. El noble animal está cansado. Va cómodo y confiado en brazos de su cuidador, su amo. Se siente a salvo. Me mira sin expresión. No mueve la pequeña colita. Está muy débil.

José, que es alto y delgado, junto a su esposa reflejan las marcas de varias madrugadas sin dormir. Pálidos y ojerosos. Desde hace un mes van de veterinario en veterinario, buscando la salud para el buen Drakito. Hace diez días lo llevaron en la madrugada de emergencia a una clínica. Después de cinco días internado salió de la crisis, pero el linfoma ubicado en el intestino había complicado el hígado y la vesícula. Lo medicaron con el fin de darle calidad de vida. El pronóstico del fin era inevitable. En casa, los últimos tres días, el animalito que siempre durmió con ellos, presentó vómitos y diarreas sanguinolentas durante las madrugadas. Los amos se levantaban, lo acompañaban y lo limpiaban para acostarlo con ellos (a Drako le encantaba dormir en la cama matrimonial). Anoche ya no quiso recibir alimento alguno. Con el corazón partido de dolor y tristeza, tomaron la decisión. Ya no existe posibilidad alguna de que tenga una buena vida.

Ponen a Drako en la camilla de la veterinaria. Mi hijo con los ojos enrojecidos, abrazándolo, le dice al oído con voz suave cuánto lo ama. “Fuiste el mejor” le dice. Le agradece la lección de amor incondicional que trajo a sus vidas. Mi nieto de veintiún años, con el rostro cubierto de lágrimas, se despide besando la cabeza del fiel amigo. Se resiste a aceptar que ya no va a verlo más. Mi nuera no deja de cubrir al fiel compañero con su mantita. Lo besa mientras acaricia cada una de sus patitas. Drako está sedado. Parte recibiendo hasta el último segundo de su existencia, las caricias de amor, el calor, las voces y la presencia de sus amigos humanos, sus cuidadores.

«Luchaba por un prestigio. Conseguir estabilidad económica, adquirir mi casa propia, la apariencia ideal, el amor. Algunas batallas las gané. De otras hui. Otras las perdí. De todas aprendí».

¿Pelear, huir o rendirse?

No quisiera sentir esta pena, pero me hago consciente de que no hay lucha posible. Claudico. Solo queda sentir la tristeza y reconocerla, atravesarla. Aceptarla sin resistencia. Llorar el dolor que causa hasta que limpie la profunda herida.

Siento que hay luchas y batallas que son inútiles. Otras a las que te rindes para salir de ellas fortalecida con la experiencia. En retrospectiva me recordé a mí misma años atrás. Luchaba por un prestigio. Conseguir estabilidad económica, adquirir mi casa propia, la apariencia ideal, el amor. Algunas batallas las gané. De otras hui. Otras las perdí. De todas aprendí.

La vida nos pone constantemente en situaciones de lucha. Trabajo, independización, matrimonio, enfermedades, pérdidas, enemistades, situaciones incómodas, etc. Nos toca decidir con la mejor estrategia, que es nuestro propio autoanálisis, si vale la pena enfrentarlas, si huimos de ellas, o si es mejor rendirse.


<strong>Carmen Yushimito</strong>
Carmen Yushimito

Empresaria, abuela de cuatro varones y viajera. Tiene 67 años. Desea tener un blog. Se encuentra realizando cosas que siempre quiso hacer. Este es su primer encuentro con la escritura desde el corazón. Antes ha redactado miles de cartas a clientes. «Me felicito de haber llegado a Machucabotones» nos dice. Fue alumna del taller #ComoMeDaLaGana.

 

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