Sin que importaran mis sentimientos, me quedé castigada en un rincón del salón de los conejitos

La empatía y la inocencia juntas pueden provocar situaciones incómodas, pero graciosas vistas desde afuera. Aquí, la historia de una niña que quiso ayudar a una amiguita a ver mejor.

Cuando era pequeña, se tomaban fotos con cámaras que usaban rollos de doce, veinticuatro o treinta y seis tomas. Tanto las cámaras como los rollos eran caros. Los rollos se enviaban a algún estudio fotográfico para que fueran revelados, lo que podía demorar mínimo una semana, si es que mi mamá los encontraba. Normalmente los encontraba espontáneamente luego de un mes o un año. Creo que es por eso que tengo pocas fotos de cuando era niña. Recuerdo que nuestra cámara era una Kodak Fiesta rectangular y de color gris.

El salón de los conejitos.

Encontré esta fotografía y quiero creer que estaban celebrando mi cumpleaños. Estoy en el salón de los conejitos, en el jardín de infancia, rodeada de mis compañeros de clase. No recuerdo cuántos niños éramos; supongo que treinta. Por supuesto, algunos padres de familia se apuntaron y allí estaba la entrañable profesora Clarita Huamán, quien fue mi maestra por dos o tres años. Era una mujer buenísima y con paciencia de santo.

Estamos sentados alrededor de una mesa larga, construida con los pupitres de la clase. Hay muchas botellas de gaseosa Cassinelli, una bebida trujillana de color intenso, burbujeante, dulce y picante al final; era deliciosa. También veo botellas familiares de Coca Cola, vasitos con gelatina y mazamorra que debieron haber sido preparados por mi mamá. Caramelos y los infaltables chizitos que venían en bolsas. Nos encantaban. No sabíamos que muchos años después se diría que son dañinos para la salud, cancerígenos. En esos momentos los agarrábamos con la mano y los guardábamos en los bolsillos del mandil que quedaban teñidos de un color amarillo intenso. Olías a queso todo el día.

«Yo tenía una gran preocupación porque estaba convencida de que ella veía menos que los demás, ya que sus ojitos eran horizontales y por momentos se convertían en dos rayitas. Llevé mi preocupación a casa y, un día que nos visitó un tío, este me dio la solución»

Detrás de Clarita estaba mi mamá. Recuerdo a varios de mis compañeros, pero en especial a la niña gordita japonesa que aparece en la parte inferior derecha de la foto, con una vincha blanca. Su papá era el peluquero del barrio, a donde el mío llevaba a mi hermano. Tenía una silla con caballito y era un hombre de pocas palabras, supongo que hablaba poco español. Yo tenía una gran preocupación porque estaba convencida de que ella veía menos que los demás, ya que sus ojitos eran horizontales y por momentos se convertían en dos rayitas. Llevé mi preocupación a casa y, un día que nos visitó un tío, este me dio la solución: «Es fácil. Debes poner un palito de fósforo en cada ojo para que vea bien». «Mi tío es un genio» pensé, «cómo no se me ocurrió antes».

Al día siguiente llevé dos palitos de fósforos Inti en mi bolsillo del mandil y, en cuanto pude, le dije que yo podía ayudarla. Sin dejar que dijera nada y sin perder más tiempo, procedí a colocarle los palitos en los ojos. Ella lloraba y no quería que la ayudara. Logré colocarle un palito, pero comenzó a correr buscando a Clarita, quien luego de hacer la investigación concluyó que debía castigarme. En esos momentos me pareció que nadie entendía mi vocación de servicio. Sin que importaran mis sentimientos, me quedé castigada en un rincón del salón de los conejitos. Casi pierdo a mi amiguita, pero luego ella siguió jugando conmigo.


Autora: Patricia.

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