Diario de cuarentena: Día 20

[Puedes leer la anterior entrega de esta serie, Diario de cuarentena: Día 3, aquí].

Qué puedo contarte, querida amiga. Que por aquí ya no hay tanto sol, que me estoy quedando sin periódicos para que Allujo haga la caca en la terraza. Que te extraño.

Que he dejado de saludar a mi mamá con un beso en la mejilla. Desde hace unos días bajo a la cocina a tomar desayuno y es Buen día mami, de lejos, aunque seguimos compartiendo los cubiertos y los vasos. El otro día ella lavó los platos y se hizo una herida en la mano, porque al sacarse el guante se arrancó la costra que le había dejado una quemadura de olla, y le ardía. Le eché betametasona en ese pedacito de piel en carne viva, unos tres centímetros entre el índice y el pulgar. Sobé despacio por encima y esa es la última vez que la he tocado. Ahora únicamente beso a Allujo, que está tomándose la cuarentena mejor que yo. Después del almuerzo nos echamos en la cama y hacemos cucharita. Acaricio su panza caliente y sus tetitas, y cuando aproximo mi rostro al suyo veo cómo sonríe, porque estoy actuando para ella como el detective que acaba de desenmascarar a un delincuente: ¿Pero qué hace usted acá? exclamo. ¡Esta es cama de humanos! Y ella con su cara de loca se hace la que no ha oído, se queda inmóvil, no mueve ni siquiera la cola… Conchudita le digo, y le jalo de los pellejos del cuello: conchudita, conchudita y beso su pómulo peludo. Luego trato de leer algo en el kindle pero me quedo dormido porque desde hace un mes estoy sintiéndome cansado, muy cansado, tengo sueños como abismos en un mar de aguas termales y me caigo, voy cayendo en cámara lenta hasta que tras una hora de inconsciencia, dos horas, emerjo asustado, asfixiado, con la piel del cuerpo hirviendo porque esta habitación es un horno.

Abro la llave de la ducha, cae el chorro de agua. Pienso que es un milagro que tengamos agua en el tercer piso. Es un milagro estar envuelto en esta piel que se refresca, un milagro poder salir de un estado y entrar en otro, pasar de la muerte a la vida, de esta ilusión que es el sueño a esta otra ilusión que es la vida real, este encierro que ahora llamamos la vida real…

Antes de la cuarentena yo practicaba un ejercicio para tener sueños lúcidos, que consiste en preguntarte a lo largo del día si estás soñando. En la mañana te miras en el espejo del baño, ves que te han salido nuevas canas en la barba y te preguntas ¿Estoy soñando? Tecleas palabras frente a tu laptop —una novela que empezaste a escribir hace cinco años, cuando no había pandemia ni cuarentena en el mundo— y te detienes. Miras el cielo por tu ventana. Te preguntas asombrado ¿Estoy soñando? Descubres en Facebook el video de una animadora infantil haciendo su show desde una azotea ante una calle vacía, la música a todo volumen para alcanzar a los niños que miran desde los edificios del frente. Los niños han asomado por sus balcones a distintas alturas, como presos en cárceles de 9 pisos. Los vemos de lejos. A la animadora que baila y da hurras también la vemos de lejos. En una conferencia de prensa del gobierno del Perú (las conferencias son todos los días a las doce) ves al presidente sentado al fondo de la sala, cubierto con un tapabocas como si fuera un doctor que va a operarte en camisa: los ministros separados entre sí también usan tapabocas, están rígidos en sus sillas. Ves las banderas del Perú detrás, el cuadro de Túpac Amaru. Nunca antes habías imaginado algo así. Te preguntas ¿Estoy soñando?

A veces mientras me ducho viene a mi mente un pedacito de sueño. Por ejemplo, estoy manejando el carro por la orilla de una playa y empiezo a meterme en el mar. No puedo evitarlo. Las olas salpican y el mar empieza a llevarse el carro conmigo dentro. O estoy en pleno apagón en el piso 20 de un edificio, rodeado por figuras en sombras que también han salido de sus departamentos, todos alarmados por los berridos que se escuchan al final del pasillo. Parece un bebé. Eso que parece un bebé grita y llora en la oscuridad como una oveja a la que estuvieran cortándole el cuello, pero nadie quiere acercarse al departamento donde vive. Me da mucha pena. También siento miedo. Todos tenemos miedo. Alguien dice Es el coronavirus.

Ahora cuando salgo de mi casa y voy al mercado pienso en la muerte. Me impresionó ese video del gobierno de la India con el coronavirus como una mugre roja que tú no puedes ver, que se queda impregnada en los botones del ascensor, en las páginas de una revista, y tú tocas y te ensucias y te contagias. No es lo único en lo que pienso, pero pienso en eso. Hoy salí a comprar tomate, papa amarilla, verduritas para la sopa de Allujo. Guantes para mi mamá y para mí. Se me empañaban los lentes respirando a través de este tapabocas de tela, que ahora te dicen que tiene una efectividad del 50% para prevenir el contagio si una persona infectada te estornuda en la cara. Todos llevamos tapabocas o mascarilla ahora, como en los videos que veíamos de Pekín en el 2009, cuando la gripe H1 N1. Los colores de las mascarillas son celeste y blanco. También personas con pañuelos en la cara, secadores. Me pregunto ¿Yo deseé esto? ¿Acaso deseé saber cómo era esta realidad? Últimamente pienso que todo esto es mi culpa, que de repente yo deseé esta inmovilidad, esta realidad de ciencia ficción y oscuridad en el mundo para al fin encerrarme y terminar mi novela. ¿Ahora ya sientes que vives en un mundo desarrollado? ¿Ya estás feliz?

En la calle nos reconocemos entre vecinos asintiendo con la cabeza, y con la mascarilla puesta nuestra mirada sobresale: es como si todos fuéramos asaltantes, y los desconocidos con los que te encuentras te lanzan miradas de intriga. Nadie tiene boca. La señora del pollo, la señora de la fruta, el señor del pescado. La policía está interviniendo para que haya distancia de al menos un metro entre quienes compran. Yo estaba escogiendo tomates, palpándolos porque los quería bien maduros, cuando una señora me miró con hostilidad y se me encogió el corazón. Vi sus ojos. Lo que tocas te lo llevas me dijo. Aunque también es cierto que me reconoció Omar, el chico que antes paseaba a Allujo. Me pasó la voz de lejos, alzando las cejas.

Es esta indeseable sensación de claustrofobia cuando salgo de la casa, esta idea de que nadie sonríe. Esta sensación pegajosa de no querer que nadie me toque, de que voltearé un poco la cara si me hablan de frente. Un asco. Regreso a la casa y dejo las zapatillas en el baño de visitas, me lavo las manos 20 segundos haciendo mucha espuma, limpio con alcohol la manija del carrito de compras. Subo a esta oficina improvisada y me quito la ropa. Trabajo en calzoncillo frente a la PC, aunque desde ayer me dejo el polo. Como todo el tiempo está encendido el ventilador, ayer estornudé cuatro veces, cinco veces. La última vez me levanté de la silla con los ojos en blanco y caminé como un sonámbulo para sostenerme de la pared, secuestrado por esta sensación enloquecedora de patitas subiendo por mi pecho, la energía incontenible de los orgasmos respiratorios. Uno tras otro. Estornudé gritando, que es la manera como estornudo, me temo. ¿Estaré infectado? me pregunté, tocándome el pecho. Sentí vértigo. Sentí vértigo. Pero no quise pensar en esa dirección, cuando me doy cuenta de lo que estoy haciendo cambio de dirección.

Ayer escribí en Twitter Y PENSÁBAMOS QUE EL 2019 HABÍA SIDO UN AÑO DE MIERDA. Estuve pensando en Carolina, porque me llegó al Facebook el mensaje de un amigo de su colegio que recién se enteraba. Pensaba en que fui muchas veces al hospital en esas dos semanas desde el accidente, pero nunca llegué a verla en su cama de la UCI, dormida como una bebé, porque solo podían entrar dos familiares por día y eran siempre Vivi y mi tía o mi tío. Creo que ni siquiera entró Carlos, que todos los días estuvo allí. Decían que le quedaba muy bonito su look cocobolo a la Carolina. El otro día Vivi me pasó por WhatsApp una foto que yo no conocía, donde estamos Carolina y yo en una fiesta, mirando a la cámara, elegantes, abrazados. Me dijo que la encontró en su album. Se nos ve guapos en la polaroid. Parecemos inmortales y al mismo tiempo unos fantasmas, como todas las personas en todas las fotos.

Todavía no lloro todo lo que necesito llorar. De repente lo que necesito es un trago. De repente necesito dos tragos.

Ayer almorcé arroz chaufa y no me cayó bien. Vi porno después de mucho tiempo (mentira). Me pareció fascinante esta idea de una sociedad donde las personas se tocan… Un mundo de desconocidos quitándose la ropa y abrazándose con los brazos y las piernas, intercambiando fluidos, chupando y lamiendo, besando. Un mundo de penetraciones y de eyaculaciones, de ensalivaciones. ¡Qué gente! ¡Qué mundo!

Te extraño mucho, querida amiga. Estuve recordando esa vez cuando dijiste que éramos protagonistas de una serie, y yo trataba de identificar los momentos en que se terminaba una temporada y empezaba otra. Empezamos una nueva temporada cuando alquilamos el local en Miraflores, eso estaba claro. Nos fuimos a dictar clases allá, en esa época en la que la gente podía reunirse y compartir una mesa con desconocidos. Éramos los mismos actores aunque en una locación nueva, haciendo cosas insospechadas en las temporadas anteriores (¿vivir juntos?, ¿editar un libro?). Y cuando ingresaron a Carolina al hospital tuve la misma sensación. Fui por primera vez a la Unidad de Cuidados Intensivos del Mogrovejo un lunes. Tenías que subir por una escalera a la azotea del pabellón, porque estaban en reparaciones o algo así, y te quedabas esperando del otro lado de esa puertita celeste que separaba el exterior del interior, con un papelito que decía LLEGO UD. A LA PUERTA POSTERIOR UCI. Caía directo todo el sol. 3 carpetas escolares para sentarse en la azotea y esperar. Una chimenea, motores de ventilación. También nos sentábamos en las cornisas. Tuve esa sensación de que otra vez habíamos cambiado de temporada, en un parpadeo. Vi a mi tío Goyo y a mi tía Pilar mirando al cielo en esa azotea desconocida para mí, desde la cual se veía el cerro San Cristóbal. Los vi a ellos, cuyas figuras me resultaban tan familiares y queridas, en esa locación novedosa, enfrentando la situación novedosa con su novedosa pose de preocupación. Varias noches nos quedamos allí hasta el anochecer, pese a que el guardia quería que nos fueramos a las cinco, porque las visitas eran hasta las cinco. Recuerdo una noche en que todo había oscurecido a nuestro alrededor y el pronóstico para Carolina no era bueno, recuerdo haber escuchado de labios de la doctora la palabra catastrófico, la palabra coma, no había luces en esa azotea, no había ya nadie en el hospital, estábamos afuera sentados esperando en silencio con Vivi, y yo veía el cerro San Cristóbal y sus lucecitas, la luna llena en lo alto y pensaba Qué hermosa noche. Es tan terrible.

La desesperación de no poder hacer nada, de no poder hacer nada. La sensación de que no controlas nada. La preocupación. Eso que sientes en el pecho como una piedra.

Ahora nuevamente hemos cambiado de temporada. Ya son más de tres semanas desde esa mañana en que manejé volando a la oficina con mi mamá. Ella me ayudó sacando las cosas de la refrigeradora. Yo saqué la laptop, el proyector, las cámaras, desarmé la PC y lo metí todo en el carro. Sudando saqué las plantas y las puse en el descanso de la escalera para que no murieran asfixiadas, cerré con llave. Luego fuimos al velorio con mi mamá. Luego manejé al cementerio, siguiendo la carroza. Puse las luces intermitentes. En silencio. De ese momento no quiero escribir. Se me quedó la imagen del sacerdote usando tapabocas. Esa es la imagen de portada de esta nueva temporada, el sacerdote con el tapabocas. Pude cargar el ataúd, pude llorar. Pude darle un beso a Vivi. Luego de eso fui con mi mamá en el carro a encontrarme con M, con el temor de que nos detuviera un policía en el camino de Lurín a Barranco. Yo le había enviado mi ubicación a M en tiempo real, le dije que me esperara en la calle. Lo reconocí como a cinco metros. Estacioné el carro y le dije a mi mamá que esperara. Me acerqué a él. Le di la mano.

—¿Acá te la doy?

—Sí.

—Es una bolsa negra —me dijo, y me alcanzó la bolsa hecha una pelota, que metí con esfuerzo en el bolsillo de mi pantalón.

—Oye, qué loco todo esto, ¿no?

—Sí huevón, yo he salido diciendo que tengo una grabación, que estoy trabajando en prensa. Menos mal tengo mi carnet.

—Qué loco.

—Qué loco.

—Muchas gracias.

Cuando regresé al auto puse la bolsa en la mochila que estaba en el asiento de atrás, y cuando regresé a sentarme mi mamá me dijo Eso ha sido un pase, ¿no? Y me dio risa. Arranqué el carro. No es tan zonza mi mamá, dije, mirando al frente. Revisé la ruta en el Waze. ¿Sabes si venderá aceite? me respondió ella. No creo, le dije. Y nos fuimos directo a tu casa, y allí afuera de tu casa te di a la volada el ventilador, la laptop, la plancha de papel higiénico que compré y la mitad de la yerba. Gracias mi amor me dijiste con tu sonrisa de ratona. Nos despedimos rápido, apenas con un beso en la mejilla, porque estaban deteniendo gente en la calle y era como si fuéramos a vernos mañana.

Y esta noche, tres semanas después, tengo ganas de tocarte. Mis dedos tienen memoria. Tengo ganas de tocar tus tetas, de tocar tu culo, de tocar tus piernas. Y quiero que tú me toques. Tengo ganas de besarte.

Algo que estamos aprendiendo es que la vida se vive hoy.

Ayer leí esta combinación de palabras: millones de muertos. También leí unos tweets de Donald Trump en los que alardeaba de los ratings que tenían sus conferencias de prensa durante la pandemia.

Hace un rato entré al cuarto de mi mamá, que estaba mirado una serie en su celular. Si fuera por ella la cuarentena podría durar 10 años, y seguiría igual de tranquila. Le gusta su vida, con cuarentena o sin ella. Le gusta su orden. Dicen que está muriendo gente joven que no tiene antecedentes, ¿sabías? me dijo. Da un poco de miedo. Yo no supe qué responder. Sí pues, le dije y salí del cuarto.

Ahora es de noche y estoy escribiendo estas palabras para ti, Leslie. Soy un perro aullándole a la luna.

A las ocho se escuchan aplausos afuera de la casa. Los vecinos aplauden, al frente aplauden. En la otra cuadra aplauden bastante. Dicen Vamos carajo.

Ladridos y aplausos, como lluvia cayendo.

Todo va a estar bien, le digo a Allujo, que está echada en el piso. Hoy se pasó toda la tarde mirando hacia afuera por la ventana. Me da pena no poder llevarla al parque de la huaca para que corra y se revuelque. Me agacho a acariciarle las orejas, el hocico, el pelo rubio que tiene en la cabeza, sabiendo que en verdad estoy acariciándome a mí mismo. Le digo Todo va a estar bien.

Y me acerco y la beso en la mejilla. La beso en el cuello. Si usted está bien, todo está bien, le digo, y ella me mira. Si usted está bien, todo está bien. Vamos a salir de esta, solo tenemos que tener fuerzas.

Quería contarte eso.


César Bedón
César Bedón

César Bedón es director fundador de Machucabotones. Tiene experiencia de 16 años como conductor en programas de conversación en radio (RPP, Radio Capital) y ha sido el Editor de Cultura en la primera época de la revista Velaverde. Ha sido columnista de Soho, dos veces finalista del premio de las 1000 palabras de la revista Caretas y ha publicado el libro «Un sol que en invierno». Actualmente conduce el programa «Entre libros» por Radio Nacional, y escribe su segundo libro.

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