Diario de cuarentena: Día 3

Imagen tomada de elcomercio.pe

ME VINE A PASAR LA CUARENTENA DONDE MI MAMÁ. En el fondo estoy contento de que sea así. Ella también, aunque cuando le di la noticia me dijo ¿¡Y ahora cómo voy a hacer!?

En estos días he llorado de a poquitos, por aquí y por allá. Pero aún siento que necesito llorar a fondo. La cuarentena será ideal para eso. El lunes en la tarde acompañamos el cuerpo de Carolina al cementerio, y yo aún sigo procesando la situación. Es tan injusto, pienso por momentos. Siento ganas de golpear a alguien. En el entierro maldije al cura que oficiaba con su mascarilla, y que ni siquiera se había memorizado el nombre de Carolina porque lo leyó de un papel: Chibolo de mierda, tú qué sabes de lo que estás hablando dije mentalmente mientras él predicaba. El cementerio estaba vacío y soleado, nos habían dejado esperando afuera casi 2 horas porque solo se permitía el ingreso de 15 personas por entierro, y nosotros éramos más. Protesté ante los encargados porque me parecía indignante que ni siquiera pudiéramos enterrar en paz a mi prima.

Mi prima Carolina, tan sonriente y bella. Tan amada. Puedo evocarla ahora mismo, diciéndome ¡Hola! con sus ojos árabes: me sigue asombrando comprobar que ella, que antes estaba, ya no esté. Carolina, quien durante dos semanas estuvo inconsciente (como en un profundo sueño dijo una doctora) en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Mogrovejo… Y evocándola a ella evoco a Vivi, su hermana, quien todos esos días estuvo desde temprano en el hospital soportando el calor y la indiferencia, moviéndose de un lado al otro y hablando con los doctores y las enfermeras, comiéndose los papeleos y las compras de medicamentos, las cuentas, la preocupación por sus papás y por Joaquín, mi sobrino de 7 años, que un día va a ser científico…

Todo es tan irreal.

Es esta sensación de irrealidad la que me dice que Carolina está bien. Una voz dentro de mí siempre está diciéndome eso. Quiero escribirlo, y no me importa si alguien lo encuentra absurdo: estoy convencido de que esa sensación de irrealidad que aparece en los momentos decisivos, como cuando vemos a la muerte pasar frente a nosotros, es la prueba de que hay otra realidad. Y es una realidad más real que esta. Sé que Carolina está bien porque la muerte no existe: la muerte es una ilusión creada por la mente, así como este mundo es también una ilusión.

Por alguna razón empezamos esta época de retiro, esta cuarentena, precisamente el día en que enterramos tu cuerpo, querida Carolina. ¿Qué mensaje tuyo hay allí para nosotros?

Cuando el presidente anunció que se suspendían las clases en los colegios entendí que la palabra pandemia era real, y otra vez apareció la sensación de extrañamiento. De un día para el otro el mundo había cambiado. Suspendimos las clases presenciales en Machucabotones y seguimos dictando en línea. Escuchábamos la radio y oíamos repetirse la palabra infectados, como si estuviéramos en una película de zombis. Otras palabras que veníamos escuchando en las últimas dos semanas: hemorragia, catastrófico, coma, albúmina. Después: curva de contagio, aislamiento social.

Esa noche Vivi me envió un WhatsApp desde el hospital. Solo decía una hora: “10:20”. Lo leí hacia la medianoche porque estaba ocupado discutiendo con Leslie: algo sobre que ella me había faltado al respeto por no sé qué asunto, y yo gritaba sin que me importaran los vecinos. Se me han borrado los detalles. Me sentía muy ofuscado aquella noche, porque en la tarde había estado en el hospital y el pronóstico para Carolina no era bueno. Traté de entender si Vivi podía estar refiriéndose a otra cosa. Me quedé en blanco y le escribí a mi mamá: ¿Qué sabes? Y ella me respondió Ya se ha ido. Llamé a Vivi y lloré con ella. Le di las gracias. Luego Leslie se acercó a mí y quiso abrazarme, pero no la dejé porque estaba furioso. Me lavé la cara. La dejé abrazarme. Ella me dijo que fuéramos al hospital. Manejé hasta Barrios Altos en la madrugada, hasta el jirón Ancash. Leslie se quedó dentro del auto en esa larga calle vacía que siempre recordaré… Me dejaron entrar por Emergencias y pude darle un beso a mi tío, a mi tía. Pude llorar un poquito con ellos. ¿Qué dices en estos casos, qué haces? Nada. No puedes hacer nada. Solo estar al lado, como si fueras un perro.

*

Fue extraño que en el velatorio nos saludáramos de lejos o con los codos, salvo mi tío Coqui, que me dio un abrazo y me dijo Nosotros somos cholos fuertes, ¿no? Joaquín repartía alcohol en gel para que nos limpiáramos las manos y yo pensaba en lo absurdo de un velatorio donde no puedes acercarte a nadie. Mi tía Pilar tenía puesta una mascarilla. Vivi recibía todos los abrazos y besos de quienes se acercaban a darle las condolencias.

La he admirado tanto a ella en estos días. He admirado la fortaleza de mi prima Vivi.

Ayer aspiré y lustré, boté papeles y moví cajas porque mi antiguo dormitorio se había convertido en un depósito. Instalé la PC y armé la cama. El día 1 tuve que volar temprano a la oficina para llevarme la PC y todo lo que podía acomodar en la maletera del carro, decían que estaban deteniendo a la gente en la calle… En la tarde fue el entierro y no pudimos entrar todos al cementerio. Disposiciones del gobierno. Deseé que el dolor de mis familiares pasara a mí. Lloré a través de ellos un poquito.

Ayer a las 8 sonaron aplausos a lo lejos. Recordé un mensaje que había leído en Twitter, sobre aplaudir desde nuestras casas para reconocer al personal que está en las calles manejando la crisis. Nadie en el condominio aplaudió, pero en el condominio de al lado sí. Escuché a una mujer gritar ¡Vamos, carajo! y me conmovió. Esto nos está sucediendo a todos en el mundo, independientemente de nuestra nacionalidad o creencias. Yo también aplaudí. Pensé Esto es una prueba, este gran reto es necesario para que estemos más juntos. Pensé también en esta expresión: bautismo de fuego.

Y pensé en Vivi. Para ti, querida prima, escribo estas palabras ante mi escritorio, sudando y pataleando. Recordando a la Carolina.

La semana que pasó leí esta frase en un libro de Robert Lanza y me sirvió mucho: «La sensación de «yo» es solo energía actuando en el cerebro. Pero la energía nunca muere: no puede ser destruida».

En la mañana salí a la panadería llevando una mascarilla puesta. En la calle desierta tuve que superar mi sensación de ridículo, pero vi a un chico montando bicicleta y usando mascarilla y ya no me pareció tan ridículo. En la correteadera del día 1 me olvidé de empacar el cable del monitor, y sin ese cable la PC no sirve de nada. Así que llamé por teléfono al señor Mario, que es un técnico muy hábil que vive cerca de mi casa. Sí tenía el cable. Me dijo Vendrá usted con mascarilla y yo le dije que no, que no tenía. Cuando estuve en su taller me dio alcohol en gel para desinfectarme las manos y luego, conservando prudente distancia, me regaló una mascarilla, por ser cliente. Me puse la mascarilla en la cara y él me dijo que me la había puesto al revés. ¿No está con síntomas de gripe, no? me preguntó con recelo. No, le dije. Sudo porque hace mucho calor.

Ayer estuve en videoconferencia con Leslie, que se ha quedado con sus padres, y le dije que le contaríamos a nuestros hijos sobre esta época. Estamos aislados y al mismo tiempo juntos, muy juntos.

El mundo ya cambió. Feliz cuarentena.


César Bedón
César Bedón

Director fundador de Machucabotones. Tiene experiencia de 15 años como conductor en programas de conversación en radio (RPP, Radio Capital) y ha sido el Editor de Cultura en la primera época de la revista Velaverde. Ha sido columnista de Soho, dos veces finalista del premio de las 1000 palabras de la revista Caretas y ha publicado el libro «Un sol que en invierno». Actualmente conduce el programa «Entre libros» por Radio Nacional, y escribe su segundo libro.

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