Cuando somos pequeños soñamos con tener una mascota. ¿Qué mascota querías tú? ¿Te dejaron tenerla?
Desde que tengo memoria soñaba con tener un perro. Cada vez que tenía la oportunidad se lo pedía a mis papás. Ellos siempre tenían alguna excusa para no ceder: «Te va a dar alergia», «No lo vas a cuidar», «No hay espacio». Y terminaba desilusionada porque sabía que no pasaría. No fue hasta mis diecisiete años que mis papás accedieron a regalarme uno. ¿La razón? Había encontrado una raza hipoalergénica, un bichón frisé de tamaño mediano, perfecto para vivir en un departamento.
Había pasado los días convenciéndolos de que sería una buena idea, de que ya iba a cumplir dieciocho y de que era lo suficientemente responsable para encargarme de un perro. Estoy segura de que se cansaron de que los martirizara día y noche con el tema, y que por eso aceptaron.
Al día siguiente de que lo hicieron, mi mamá y yo salimos en búsqueda de esa raza, preguntando en cada veterinaria de la zona. Ya sé que es mucho mejor adoptar, pero al ser tan alérgica necesitaba esa raza en específico. Encontramos una veterinaria en la que tenían dos últimos cachorros. No los tenían en ese lugar, sino en un espacio más abierto, pero nos dijeron que si estábamos seguras de compra uno, los tendrían en la noche. Mi mamá aceptó. Llamó a mi papá para informarle y yo sentía que mi corazón se iba a salir de mi pecho. No podía creer que en cuestión de horas tendría al fin un cachorrito.
Aunque el señor de la veterinaria nos dijo que llevaría a los dos para que nosotras eligiéramos, al final solo trajo a uno. Por eso siento que mi perro estaba destinado a llegar a mi vida. Era un cachorrito muy pequeño. Parecía una bola de nieve. Sus ojos apenas se notaban por la cantidad de pelo que tenía, y porque apenas podía abrirlos del todo. Su nariz era muy chiquita y negra. Una cosita muy adorable.
Nos dieron al cachorro y mi mamá lo tuvo en brazos todo el camino de regreso a casa. Ella y mi papá se encargaron de ir a Plaza Vea a comprarle lo que necesitaba en esos momentos: una cama, comida y recipientes para la comida. Yo me sentía en otro mundo, seguía sin creer que ese cachorrito era mío. Él estaba un poco asustado. Temblaba, aunque quizás era por el frío. Cuando llegó a casa se relajó, y se orinó: fue lo primero que hizo. Tuve que limpiar con el primer trapo que encontré para que el piso no quedara manchado y mi mamá no se enojara; mientras él olfateaba cada rincón de la casa intentando descifrar dónde estaba. Por suerte fue sencillo limpiar, aunque no fue la última vez que se orinó en la casa. No fue nada fácil cuidar a un cachorro de dos meses. Recuerdo que las dos primeras noches no logré dormir nada. Lloraba y lloraba. No le gustaba estar en su cama a pesar de que estaba en el piso al lado de la mía. Siempre me pedía que lo subiera entre llantos e intentando trepar el colchón. A pesar de que había prometido no hacerlo, no podía evitarlo.
Recuerdo que todos en mi familia se sorprendieron cuando lo llevamos a la casa de mi abuela. Sabían que mis papás se negaban a tener uno y no podían creer que hubiesen aceptado. La elección de su nombre fue justo allí. Recuerdo que le pusimos Snow (que significa nieve en inglés) por la bola blanquita que era, pero ese nombre no duró más de dos días, pues no se sentía como suyo. Finalmente, Snoopy fue el nombre elegido, aunque ahora no recuerdo bien cómo sucedió, si fue sugerencia de mi mamá o de mi tío Paco (seguramente ambos digan que fue su idea). Ahora tiene mil nombres: Snoop, Noopy, Noopyto, Noopycito son algunos de ellos.
«Llegó para alegrarme, para enseñarme la importancia del amor y de la familia, para enseñarme a ser responsable (aunque todavía me cueste un poco), a preocuparme más por los demás y a ser feliz».
Snoopy llegó a mi vida un 16 de mayo del 2014. Siento que ese día mi vida cambió para siempre: conocí a mi mejor amigo. Nunca había experimentado el amor hacia un animal y puedo asegurar que la conexión que tengo con él no podré tenerla nunca con nadie. Sabe cuándo estoy triste o cuándo necesito un abrazo. Es como si me entendiera a la perfección y leyera mis pensamientos. Sabe lo que necesito sin siquiera yo pedirlo. Siento que el lazo que compartimos es inquebrantable; y que el amor que nos tenemos, infinito. Porque he llegado a amar a otra mascota, pero el amor que siento por Snoopy es único.
Snoopy llegó a mi vida en un momento en el que estaba muy triste. Estaba en medio de la adolescencia y confundida acerca de mi futuro, me sentía sola a pesar de tener amigos y me costaba abrirme a los demás. Llegó para alegrarme, para enseñarme la importancia del amor y de la familia, para enseñarme a ser responsable (aunque todavía me cueste un poco), a preocuparme más por los demás y a ser feliz. Creo que el amor que siento por él va más allá de lo que las palabras pueden expresar. En él encontré a un compañero, alguien que sé que siempre me espera cuando no estoy, que se pone feliz hasta por la más mínima cosa, que hace travesuras como morder unas sandalias carísimas o intentar comerse el papel higiénico del baño, pero que termina por convencerme de no regañarlo con sus ojitos dulces. Alguien que da tanto amor sin esperar nada a cambio. O quizás sí: un poco de pollito. Gracias a él pude conocer lo significativo que es el amor hacia un animal.
Pienso que todos necesitan tener una mascota. Es un amor que tienes que experimentar al menos una vez en tu vida para conocer lo que es realmente la felicidad.