Durante estos días de encierro, donde la ansiedad, el miedo y la incertidumbre abundan, necesitamos más que nunca sentirnos acompañados y comprendidos. Y quién mejor que nuestras madres para proporcionarnos amor. Glissé nos comparte su experiencia.
Entre el sueño y la vigilia
Mi madre me rasca la cabeza, sus manos desenredan mis mechones ondulados. Me acomodo mejor sobre su regazo y aspiro el olor de su perfume cítrico. Lucho por mantener mis ojos abiertos, concentro mi atención en el programa de supervivencia que pasan en la tele para no quedarme dormida; sin embargo, la treta de mamá está funcionado: sus manos cariñosas llaman al sueño poco a poco.
Desde la habitación de mis padres puedo escuchar el reloj de mesa sonando en el primer piso de la casa, marca cada hora con campanadas. Es bonito y antiguo, y yo lo detesto durante las noches, porque me vuelve consciente del paso del tiempo. Te quedan seis horas y media para dormir antes de tu clase virtual, parece decirme en las madrugadas, cuando el insomnio amenaza con volverme loca. Cinco, cuatro. Yo cuento las horas, llevo dos décadas contando cosas. Contar es bueno, ayuda a mantener la cabeza ocupada.
Cuento los kilos que tengo que adelgazar, las canciones que bailo en Just Dance, el dinero que necesito para irme de viaje a Chile, o los días que faltan para poder salir de la casa. Sobre todo eso. Parece que tendré que seguir contándolos por un largo tiempo.
«Mamá se ríe en respuesta. El suave sonido de su risa, las voces en el televisor, todo contribuye a que me rinda ante el cansancio. Ya no me opongo al ensueño, se siente bien después de tantas noches sin poder dormir.»
—Qué asco —dice mamá, y me sacude ligeramente—. Mira sus pies.
Entre abro los ojos. Uno de los participantes del programa de supervivencia tiene el pie lleno de hongos que devoran la carne y, aún así, quiere quedarse en la selva para completar el reto.
—¿Por qué te gusta ver esas cosas bizarras?
Mamá se ríe en respuesta. El suave sonido de su risa, las voces en el televisor, todo contribuye a que me rinda ante el cansancio. Ya no me opongo al ensueño, se siente bien después de tantas noches sin poder dormir. Ella desliza sus dedos desde la coronilla de mi cabeza hacia mi cuello, me estremezco. Quiero pedirle que me cuente un cuento, como hacía cuando era pequeña; sin embargo, ahora no creo tener fuerzas para prestarle atención.
Abducción
Historias, también cuento historias. Guardo las importantes en archivos de Word o me divierto imaginando cosas mientras preparo el almuerzo. En las noches afortunadas consigo conciliar el sueño después de inventarme algunas. La última que se me ocurrió trataba de una alienígena que ha esperado cumplir los doscientos años para que sus padres la dejen viajar a la Tierra. Pinta de un color humano su piel verde y come en exceso por un mes para engordar su cuerpo esquelético, entonces está lista para conocer las maravillas del planeta.
«La alienígena quiere llorar, va a tener que conformarse con llevarse una vaca miserable.»
Aterriza su nave espacial en un campo de maíz y consigue resistir la tentación de llevarse una vaca. Está lista para la aventura; sin embargo, el mundo no está preparado para ella. Ha llegado en el peor momento. No hay nadie fuera del campo de maíz, no puede abducir a los humanos que se han encerrado en sus casas, los pocos cientos que están en las calles le resultan potencialmente peligrosos. No sabe si el virus del que hablan en las noticias podría pegársele también. La alienígena quiere llorar, va a tener que conformarse con llevarse una vaca miserable.
—Ya ve a la cama —me dice mamá, en voz bajita.
—No quiero —lloriqueo.
Si tengo mucho sueño, me pongo llorona. Quiero quedarme en su cama y esperar a que mi padre se eche a nuestro lado para que yo pueda acurrucarme entre los dos, como cuando era chiquita. Así transcurre la vida ahora, entre horas jugando Just Dance, descubrir canciones en húngaro y pasar tiempo de calidad con la familia. De repente me siento pequeña de nuevo, mi mundo se redujo de un día para otro.
Mi madre acaricia mi oreja. El cuarto de mis padres es mi lugar feliz de nuevo, casi podría quitarle el puesto a la cocina, porque es más fácil deslizarme a la cama de mis padres en la madrugada, que ponerme a preparar panqueques a las dos de la mañana. Ambas cosas funcionan igual de bien, hacen que olvide las pesadillas, o la sensación de estar perdiendo la cabeza.
—Pero ya es tarde, mi amor.
Mamá me habla con cariño, aunque ella siempre me haya tratado de enseñar la importancia de dormir temprano y yo, como buena criatura nocturna, haya peleado por mantenerme despierta un poco más.
—Si me voy ahora, tendré sueños muy malos —le susurro.
Podría despertarme a media noche otra vez, con la completa seguridad de que voy a morir. Me voy a morir y mis padres encontrarán mi cadáver por la mañana. La impresión va a matarlos, y si eso no los mata, entonces será la pena. Me quiero quedar, me quiero quedar.
—Pero, ¿con qué cosas malas podrías soñar? —me pregunta mamá— ¿Por qué estás preocupada?
Le hago una lista: la gente que sigue fuera del país sin poder regresar, la falta de respiradores mecánicos, el sentimiento de que todos se olvidarán de mí durante el encierro, la inexistencia de una vacuna, la crisis económica, que me aterra reprobar todos los cursos de la universidad, el haberme dado cuenta de que soy un desastre y de que aburro a las personas, la salud de mi amiga alemana en medio de la locura en Europa…
El mundo se está desmoronando y yo me desmorono con él.
—Mi chiquita.
Pienso en la alienígena de mi cuento, en lo triste que sería encontrar un planeta desierto, sin nadie para abducir.
—Te hablaré de los peces reproduciéndose en el océano y del malecón de Miraflores lleno de pájaros, hasta que te duermas —me dice—. ¿Sabías que hay peruanos trabajando para crear una vacuna? Junto con doctores chilenos, ¡chilenos!
Si mi alienígena llegara ahora, seguro podría ver un delfín nadando en Agua Dulce. Es lindo pensar eso. Estoy convencida de que el viaje intergaláctico valdría la pena solo por ver un delfín.
Iluminación
—Vamos a llenarte la cabeza de cosas bonitas y también vamos a pensar en una manera de ayudar a los demás —continúa diciendo— ayudar a otros es una forma de ayudarse a uno mismo.
—Pero, ¿cómo?
Mamá se queda en silencio, aún no lo sabe. No vamos a salir de la casa, aunque a veces los cuartos parezcan volverse más estrechos, aplastantes. No vamos a salir, aunque sienta que ya he utilizado todo el oxígeno disponible en nuestro espacio de tierra.
—Quiero enseñar inglés de forma virtual a las personas que tengan problemas con sus cursos —le digo— y quiero tener una página de internet para contar cuentos, para que la gente se entretenga y se sienta feliz.
—Eso es bueno, eso es bueno —me dice— haz eso.
Puedo contar la historia de una mujer varada en Estados Unidos cuando cierran las fronteras, que recibe ayuda de un ex amor de su juventud. Él la acoge en su hogar y la pone en contacto con personas importantes que pueden conseguirle un avión. La mujer llega a suelos peruanos y aunque tiene que quedarse en un hotel miraflorino por quince días, se siente más cerca de su familia por fin. O puedo contar la historia de una sachavaca que camina por la selva sin sentir miedo por primera vez en su amazónica existencia. Creo que a mi alienígena le gustaría encontrar un mundo más sano.
—Mañana vamos a subir a la azotea, vamos a ver el cielo despejado y puro.
Me consuelan las historias que podré contar después de la pandemia, que ya no deberá llegar el día que tenga mucha plata para contratar a alguien que incendie la Plaza de Acho.
Sonrío.
—No te va a pasar nada —dice mamá.
Cuando la desesperanza cede, siento volver quince años en el tiempo. Tengo cinco de nuevo, el universo está conformado por juguetes y libros de cuentos, su centro son mis padres. Más allá de las paredes blancas de nuestra casa, no existe nada. Lo voy a disfrutar, ya no quiero contar los días.
—Estás a salvo. Mamá y papá te cuidan.
A mi madre yo le creo cualquier cosa, puedo dormir. Ya mañana me preocuparé por todo. Suspiro, creo que he decidido algo, he tenido una revelación: contar es bueno, mantiene la cabeza ocupada; sin embargo, podría encontrarle el gusto a perder la cuenta.