«Ese día faltaron manos. No se pudo ayudar a todos». Este es el testimonio de una persona que fue brigadista durante las marchas del 12 y 14 de noviembre. Fue testigo de cosas que «no deben olvidarse jamás».
Lima, lunes 16 de noviembre.
Una idea en mi mente trata de hilar el juicio de mi ira. En algún momento este desborde debió iniciar, pero hoy, en lo ancho de mi cama, el cuerpo me pesa y pensar ha sido la materia más dolorosa. Tengo que despertar. Miro el desorden de mi habitación. Ha sido imposible ponerle orden mientras mi país se cae más en cada oportunidad.
Logro levantarme sin música, ya que todo sonido me enajena. Me alimento con los restos de caramanducas que guardé en la maleta del 14, pero que no pude compartir con mis compañeros brigadistas porque el hambre de la tripa se ausenta con tanta indignación. Desayuno rápido y asisto a mi cita oncológica. Me duermo en la camilla desnuda, con la bata que me dieron para cubrirme mientras espero a la doctora. Salgo del lugar rumbo a Miraflores. Una idea dolorosa sigue dando vueltas en mi cabeza. Es la vida inutilizada y un vacío alarmante, preocupante conciencia de injusticias alimentando la fe y el deber. Ahínco maternal o de ciudadano, que acompaña mi camino soluble hacia el homenaje a los caídos.
En una secuela de procesión, la gente lleva y acomoda flores, dibujos y notas para Inti y Jack. Yo, parada frente al retablo donde están siendo acomodados los regalos, observo a Améliè acomodando las velas encendidas que no se resisten al viento. Se apagan como cierta esperanza a la probidad. De mi boca salen palabras susurrantes, llevadas también por el viento: “Son más… Son más muertos. Son más”. Veo a Améliè a los ojos. Quisiera contarle todo lo que pasa por aquí, adentro, pero solo atino a cambiar de pensamiento por cansancio. La garganta, la nariz, los pies (el cuerpo) aún duelen.
Gabriel García Márquez decía: «Los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez». Decidí con mi amiga, a partir del 10 de noviembre, después de salir de la marcha ya llegada la tarde y de tratar de hacer lo que se podía sin implementos, que debíamos juntar gente y regresar más preparadas para asistir a las personas que fueran afectadas. Ella, bombero con capacitaciones de paramédico. Yo, terapeuta física con capacitaciones de la Cruz Roja.
«observo a Améliè acomodando las velas encendidas que no se resisten al viento. Se apagan como cierta esperanza a la probidad. De mi boca salen palabras susurrantes, llevadas también por el viento: ‘Son más… Son más muertos. Son más'»
Creí que solo asistiríamos lesiones leves y desmayos, ya que ese día vimos personas afectadas por las bombas lacrimógenas. Nunca pensé que desde entonces las noches se volverían tortuosamente salvajes. El jueves 12 fue la prueba exaltante. Ya éramos algo de siete brigadistas voluntarios, que de pronto nos vimos acorralados en la avenida Abancay. Salimos tratando de calmar a la gente que corría, brindando vinagre y observando actos extraños: ternas infiltrados tratando de generar paranoias, empujando y riendo sarcásticamente a un lado. Como muchos otros, nos vimos rodeados de policías generando disparos por el jirón Leticia. No podías salir ni por Piérola ni por Grau. Ambas avenidas estaban siendo bombardeadas, y ya veías caer a los primeros heridos, cartones encendidos en una esquina y a la gente buscando por dónde salir. Recuerdo que pedíamos a las personas que se metieran a sus casas, que sacaran a sus hijos de allí, hasta que en algún momento llegamos a Palacio de Justicia. Lugar que también fue bombardeado de perdigones y lacrimógenos. Parecía que no había tregua. Tuve que retirarme con dos personas que nos acompañaban en el grupo para realizar su manifestación pacífica. Salí para evitar cualquier incidente con ellas al ver que empezaban a tirar bombas lacrimógenas en pleno Paseo de los Héroes, berma que separa Palacio de Justicia del Museo de Arte Italiano. Y también en las dos vías de Paseo de la República. Qué ironía. Todo lleno de humo.
Para no perdernos, se programó un punto de encuentro, el cual tuvo que cambiarse al también llenarse de gases todo el Parque de la Exposición. Los exhibidos y desprotegidos ahora éramos nosotros. Los policías avanzaban y disparaban sin más. Les puedo asegurar que la gente solo había estado caminando. Hallamos una tienda y el señor nos dejó ingresar. Afuera se escuchaba disparo tras disparo, y no pararon hasta que toda la avenida 28 de Julio estuvo llena de gases y ausente de gente. Hasta la gente de los edificios empezó a tirar botellas de vidrio a los policías gritando “¡Abusivos! ¡Abusivos!”. Mis compañeros pudieron ayudar a ciertas personas. Solo uno se vio afectado por perdigones. El resto, por las bombas que caían por su lado. Al terminar la noche nos dimos cuenta de que cada día estaban más agresivos. Ya había arrestos, heridos y una supuesta muerte. Esa noche dormir fue complicado, mientras que en el congreso aprobaban leyes vergonzosas y cínicas, mientras que felicitaban a ese tal Lam. Sabíamos que eso era el inicio, pero continuamos.
Lima, sábado 14 de noviembre.
Este día no se debe olvidar jamás. Desperté temprano para guardar todo lo que faltara: gasas, povidona, paracetamol, tramadol, agua pura, tijera, guantes, lentes, mascarillas de repuesto, agua oxigenada, pañitos húmedos, vinagre, agua con leche de magnesio, pañoletas que pudieran servir como férulas improvisadas, telas que pudieran ayudar a hacer un torniquete y más.
Melissa vendría por mí y llegaríamos por la tarde a la manifestación con cascos e insignias que nos identificaran. Los hermanos Huamán improvisaron unos escudos que se volvían camillas. Usaron la alfombra gruesa de su madre (su madre aún ni se entera). Ya en el centro de Lima nos unimos a otro grupo para hacer seguimiento y apoyarnos, ya que uno nunca sabe. Estábamos preparados para lo malo más que para lo bueno. Incluso teníamos un Habeas Corpus micado con los datos legales de nuestros abogados. Llegada ya la noche, podía verse cómo muchos tenían linternas incorporadas en sus cascos, dado que ese día por las redes de Anonymous se había filtrado la información de que iban a efectuar un apagón en Plaza San Martín. Otros brigadistas fueron más preparados, con camillas completas y maletas gigantes de primeros auxilios. Todo era pacífico. Los carteles y la música solo eran los hashtags de la semana y no los escudos antibalas para protegerse de los «perdigones».
«nos dimos cuenta de que cada día estaban más agresivos. Ya había arrestos, heridos y una supuesta muerte. Esa noche dormir fue complicado, mientras que en el congreso aprobaban leyes vergonzosas y cínicas, mientras que felicitaban a ese tal Lam. Sabíamos que eso era el inicio, pero continuamos»
Parados aún en la plaza, tratamos de organizarnos. A mí en lo personal, y en ese momento, me gustó observar a los nuevos integrantes, hasta que llegó el momento de alistarnos y avanzar. En mi torpe implementación, traté de ponerme el casco con los lentes y la mascarilla antigás que se empañaba sin dejarme ver con claridad. Tuve que retirármela, ya que llevaba encima mi casaca llena de implementos, mi morral y el casco que calentaba mi cuerpo. No me gusta sentirme apretada ni con mucha cosa encima. Me gusta andar a la ligera, fresca, pero es imposible esa comodidad si vas a asistir a los compañeros manifestantes. Necesitas todo a la mano.
Siendo casi las siete y algo, dimos marcha hacia el Parque Universitario. Nos quedamos allí, tratando de avanzar y viendo delante de nosotros a jóvenes de las barras tratando de dar paso a los manifestantes de atrás. Y aunque sé que hay una prensa desinformativa e individuos que tachan a las protestas de agresivas, les diré que nunca vi tanto trabajo conjunto para mantener la paz. Los barristas, con sus diferentes camisetas, unidos. Skaters ayudando a los desactivadores de lacrimógenas con escudos hechos con sus skates. Todos ellos adelante, arriesgándose por el hermano de atrás.
De pronto, todo se tornó más ruidoso y violento. Cada grito, llamando un paramédico, nos transportaba a unas escenas de películas bélicas. Estábamos en la trinchera, esperando cada señal o grito de los compatriotas que necesitaban ayuda. Se aguantó gaseada tras gaseada. Veías por todo lado jóvenes con la pierna o la cabeza vendada, y que aún así regresaban a la primera línea. Mujeres y ancianos desmayados, saliendo del frente, a los cuales se les tuvo que atender con paños de vinagre y algodón de agua con leche de magnesio para los ojos, y luego pedir que se les retirara del lugar. Pulsos por tomar, conciencias por evaluar, y solicitudes de ayuda a los chicos de las barras para que retiraran a los que estaban estables fuera del lugar belicoso, ya que ese espacio se volvía cada vez más irrespirable. Piernas con heridas expuestas, cabezas sangrando bajo el vendaje, tórax con hematomas por los impactos, gritos, lisuras, impotencia y ganas de destrozar todo, pero solo ganas, porque créanme, hasta una se aguantó la rabia. Todos aguardaron, soportaron, hasta que bombas lacrimógenas fueron lanzadas desde techos y esquinas, imposibilitando la visión y la respiración.
«nunca vi tanto trabajo conjunto para mantener la paz. Los barristas, con sus diferentes camisetas, unidos. Skaters ayudando a los desactivadores de lacrimógenas con escudos hechos con sus skates. Todos ellos adelante, arriesgándose por el hermano de atrás»
Ese día faltaron manos. No se pudo ayudar a todos. Recuerdo a un joven de figura delgada y polo negro. Tenía una contusión en la cabeza. Mientras se sujetaba la cabeza y reflejaba su desorientación, preguntaba cómo salir de ahí, pero justo en ese momento el humo nos hizo perdernos unos de los otros. Todos trataban de aguantar la respiración y no perder la conciencia. Paramédicos, médicos y chicos en general con los ojos rojos y el pecho a punto de cerrarse. Al caerse mi mascarilla inhalé todo el gas que me rodeaba. Algunos cayeron al jardín de la parroquia que estaba a mi izquierda, frente al Parque Universitario. Tuve dos bombas lacrimógenas delante de mi pie izquierdo, una por mi lado derecho y dos más atrás de mi compañera que se hallaba atrás de mí. Empezaron a apuntar perdigones a las piernas. Melissa se salvó de unos. En ese mismo transcurso no aguanté más la respiración y mi compañera tuvo que darme su mascarilla. No podía respirar. Opté por concentrarme en técnicas de respiración: espiración lenta e inspiración forzada, hasta que poco a poco, al salir del manto de humo, pude recuperar mi postura, no sin que antes una chica me rociara vinagre a la cara. Ella siguió avanzando y tirándole spray al rostro a todo el que se le cruzaba. Todo el parque universitario se llenó de bombas y perdigones. Paramédicos auxiliándose entre ellos mismos. Algunos atrapados sin salir del parque, agachados, esperando que se disipara el humo lanzado adredemente en todo Nicolás de Piérola.
La prensa, con sus chalecos antibalas, salió huyendo sin transmitir lo que acababa de suceder. Mientras caminábamos con Melissa hacia el jirón Lampa, vimos a los chicos siendo atacados con perdigones y también gaseados sin reparo, atendidos por otro grupo. Antes de doblar y seguir hacia el Sheraton, donde teníamos que encontrarnos con todos, nos cruzamos con dos compañeros. Uno había sido herido en la pierna. El compañero Cano haría posteriormente su denuncia al Hospital Almenara por negligencias médicas, ya que su herida «leve» resultó ser una fractura de tibia que ellos mandaron a casa con una receta de paracetamol.
«Piernas con heridas expuestas, cabezas sangrando bajo el vendaje, tórax con hematomas por los impactos, gritos, lisuras, impotencia y ganas de destrozar todo, pero solo ganas, porque créanme, hasta una se aguantó la rabia».
La noche continuó cerca al Palacio de Justicia, con gritos que confirmaron los primeros muertos. Siendo casi la medianoche, los de nuestro grupo comentaron otros posibles casos de fallecidos y centenares de atenciones de primeros auxilios. Al acabar la noche, los cacerolazos resonaban. Madres lloraban por sus hijos desde casa. Hermanos y amigos desaparecidos, y un cúmulo de impotencia y rabia bañaban entre lágrimas y cloro al dolor y al virus.
Despertar fue necesario. Despertar fue una jaqueca con los ojos inflamados, el pecho adolorido y el estómago revuelto. Las piernas y el cuerpo se soportaban aún. Era imposible no pensar en los que faltaban y en todos los que faltó ayudar. Era imposible no tratar de recordar los rostros. Aún podías escuchar el sonido de los disparos, aún podías sentir el olor de las bombas. Era imposible no exaltarse con sonidos referidos. o no sentir el olor de las bombas como perfume de una flor que suelta su aroma en ciertas horas del día.
La semana más intensa de mi 2020 pasaba como un taladro por mi cabeza haciéndome perder el orden de mis nervios. El aroma a fluidos, humo y muerte no se reconocía aún. La injusticia empezaba a verse con rostro y uniforme. Centro de Lima y el pueblo esperan aún. “¿Moral autónoma o moral heterónoma?” diría Kant.
Voluntad.
Autor: Jhulmir De los Santos Gómez.