RELATO PARTICIPANTE DEL CONCURSO «CARTA AL PERÚ»
INDICACIÓN AL LECTOR: Publicamos los relatos sin editar, tal y como los recibimos.
Para cuando seas capaz de leer estas palabras es muy probable que solo conozcas tu barrio, el barrio de tus abuelos, la zona del colegio en el que estudies y tal vez también los lugares a los que hayamos podido viajar juntos. Para cuando puedas leer y comprender en toda su dimensión cada una de las palabras que en este momento escribo, espero que tu barrio, el de tus abuelos y cada uno de los lugares que hemos conocido juntos, sean muy diferentes a lo que son hoy.
Luciano, hijo mío, no reniego del lugar en el que nos ha tocado existir, de este pequeño, improbable e insignificante espacio que ocupamos en un de por sí muy insignificante mundo, universalmente hablando. Pasa que no lo entiendo y espero que tú, desde tu visión renovada y llena de ilusión, si es que he hecho mi labor medianamente bien, puedas comprenderlo y aprender a quererlo, cosa que no creo haber logrado yo, al menos no completamente.
Yo no quiero al Perú, al menos no de la forma en que la gente suele quererlo. No siento orgullo alguno por su comida, es tan solo una mezcla de ingredientes, a veces excesivamente condimentada. No siento orgullo por sus paisajes, casi todo Sudamérica tiene lo mismo y tal vez algunas zonas de Asia se parezcan mucho. No siento orgullo por su pasado milenario porque no me corresponde, no me representa, no vivo de acuerdo a ninguna de las creencias de mis antepasados indígenas y no porque no quiera, sino porque sencillamente no me tocó. Sentir orgullo por eso, al menos eso creo, sería como robar.
Suena a que solo reniego, lo sé, y me dan ganas casi de pedirte disculpas por el pesimismo. Pero nací un día jueves diecinueve de marzo de mil novecientos ochenta y siete. En el verano de un año terrible en todo sentido, aunque pudo haber sido cualquier año y hubiera sido igual de caluroso, igual de sucio, igual de triste, con la misma cantidad de robos, con la misma cantidad de muertos, con la misma cantidad de pobres, las mismas mentiras, la misma esperanza de que algún día todo cambiaría y la misma desilusión al comprobar que las cosas en el Perú no suelen cambiar, solo parecen cambiar.
Mientras escribo me doy cuenta de que todo lo que he dicho, muy negativo, por cierto, no me toca. Lo he descrito de manera muy despersonalizada quizás, como si yo estuviera en un altar analizando, diagnosticando y lanzando críticas sin verme a mi mismo. Por eso quiero contarte algo.
Hace algunos años trabajé en Ayacucho, en Huanta, a una hora de distancia en auto de Huamanga, la capital del departamento. Siendo psicólogo, me tocó trabajar en el Hospital de Huanta sin siquiera hablar quechua. En Huanta todos hablan quechua, poco más de la mitad habla quechua y castellano y poco menos de la mitad solo habla quechua. Obviamente tuve limitaciones, aunque felizmente tenía la ayuda de una practicante que sí dominaba el idioma, por lo que pude cumplir medianamente bien mi trabajo. La mediocridad, ante todo.
Considero que no soy un buen psicólogo. Digamos que no estoy interesado en aplicar una técnica al momento de abordar un problema, no me interesa mucho establecer límites entre el psicólogo y el paciente. Me interesa más conocer a la persona que está hablando conmigo, hacerme su amigo, entregarme por completo y poner en riesgo mi propia estabilidad de ser necesario. Creo poder manejarlo, he podido hacerlo hasta ahora al menos. Para algunos eso me hace un buen psicólogo, pero esas ganas de conocer no son aprendidas con la profesión, vienen de un interés propio, muy personal.
En fin, estas ganas de conocer a las personas me llevaron a encontrar un rasgo en común en todos aquellos con quienes hablé en Huanta. Más que un rasgo, un hecho. Todas y cada una de las personas con las que conversé habían perdido a un familiar a causa del conflicto armado interno, o terrorismo, como prefieras llamarlo. Un padre, una madre, un hermano, una hermana, un hijo o varios, una hija o varias, un tío, todos habían perdido a alguien y tan solo con rememorarlo se rompía la represa, las lágrimas comenzaban a brotar y en esos momentos hasta el quechua era perfectamente entendible para mí. Cada palabra ininteligible iba acompañada con movimientos de brazos que culminaban en el pecho, junto al corazón y yo podía respirar el dolor que emanaba de esas heridas invisibles aún sin cicatrizar.
Una cosa es leerlo en los libros, otra muy diferente escucharlo de tanta gente. Las cifras de muertos no reflejarán jamás el dolor de cada una de las personas con las que conversé. No podrán acercarse nunca al llanto de mi paciente Inés contándome sobre el día exacto en el que vio como un ser humano encapuchado degolló a su padre y la impotencia de no poder recoger su cuerpo hasta muchas horas después. O la permanente angustia de mi paciente Irma, una angustia que comenzó al haber visto cómo se llevaban a su hermano Carlos, lo subían en la tolva de un camión para no regresar nunca más. Tras todo ello y más me quedaba siempre la pregunta ¿Cómo se puede seguir sufriendo tanto a pesar de la cantidad de años que han pasado? A mi intento de respuesta llegaré en un momento.
Ayacucho y Huanta se convirtieron rápidamente en mi ciudad. Me sentía cómodo allí, me llegué a sentir en casa. Pasaron los meses y estaba esperando que fuera semana santa para poder vivirla ya como un ayacuchano, aunque sea de mentira. Años antes había ido como turista y recordaba haberme divertido muchísimo. Llegó el mes de abril y con tu madre, en ese momento mi novia, viajamos a Huamanga y lo que encontramos no fue en absoluto lo que esperábamos.
Vimos como en cada esquina había grupos de gente, todos con una cerveza en la mano, la gran mayoría completamente ebrios bailando las canciones de moda. En el suelo, infinitas latas de cerveza aplastada y demás basura bañada en orina. Gente vomitando al costado de personas tendidas inconscientes por el alcohol. Las celebraciones de semana santa, que más allá de la creencia o no en el catolicismo son realmente hermosas, habían sido relegadas a las madrugadas. El resto del día era de los turistas, quienes habían convertido la calle en una discoteca, la misma a la que probablemente acudían cada fin de semana en sus ciudades de origen.
Al ver todo eso traté de pensar en que no era así como lo recordaba. Pero en realidad era exactamente así como había sucedido la vez anterior que visité Ayacucho por semana santa, solo que lo había olvidado y que yo había sido uno de los que se revolcaba en el suelo luego de vomitar. Recordé también que lo mismo había hecho en la Fiesta de la Candelaria en Puno y en la fiesta de San Juan en Iquitos. Al estar allí, aspirando la toxicidad del aire, me sentí perdido, me sentí traicionado por la gente, sentí que invadían mi espacio, que arruinaban mi tierra, tal vez prestada, pero mi tierra. Sentí que ninguno de ellos podría conocer tanto Ayacucho como yo, quererlo como yo, sufrirlo como yo, aunque ningún familiar mío hubiera muerto en esa tierra.
Ser peruano es algo fortuito, es algo que sencillamente ha ocurrido y que nos plantea una responsabilidad al hacernos la pregunta que dejé sin respuesta hace un momento ¿Cómo se puede seguir sufriendo tanto a pesar de la cantidad de años que han pasado? Fácil, porque a nadie le interesa realmente. Porque unos peruanos solo voltean a ver las cicatrices de otros peruanos algunas fechas del año y solo con fines recreativos camuflados con el eslogan de “conoce el Perú primero”.
Luciano, hijo, la tierra en donde nacimos es pura casualidad, conocerla es bonito, pero no vale la pena si no te detienes a conocer a la gente, a otros peruanos tan fortuitos como tú, con todas sus virtudes y defectos. Si no te detienes a entender sus modos de vida, sus formas de pensar por muy diferentes que sean a las tuyas. Si no te detienes a escuchar sus alegrías y sufrimientos. Si no conoces tanto sus fiestas como sus cicatrices. Si no dedicas tu vida, o al menos parte de ella, a dar alivio al dolor de tanta gente, el dolor de un familiar cercano, el de un amigo del colegio, el de un vecino, el de un desconocido en apuros que te cruzas en la calle o el de otro peruano a cientos de kilómetros que lleva treinta o cuarenta años llorando todos los días porque no sabe en dónde está su padre y aún espera que cruce el umbral de su puerta en cualquier momento.
Como te dije, yo no quiero al Perú, porque el Perú es una idea que muchas veces es tomada por cualquier persona con fines particulares. Yo te quiero a ti, quiero a tu madre y quiero a tus abuelos. Trato de querer a nuestros vecinos, por muy difíciles que sean. Quiero a mis antiguas pacientes Inés e Irma porque me dejaron conocerlas y al hacerlo, ellas supieron quién era yo. Quiero a los peruanos y trato de conocerlos y comprenderlos a diario, me duelen, me molesta su criollada, su desorden, su tendencia al extremismo, su machismo, su violencia, pero aún así, quiero estar cerca de ellos, quiero tenderles la mano, estar allí cuando les haga falta y hacer que cambien si está en mis manos, nada más.
Espero que en los años que hemos vivido juntos y en los que nos quedan por vivir pueda enseñarte a querer lo mismo, aunque si hago las cosas medianamente bien, querrás algo más, serás mejor que yo y podrás hacer mucho más. Pero aún estás muy pequeño, así que comienza aprendiendo a preguntarle esto a los demás ¿Cómo estás? Míralas a los ojos y escucha. Solo escucha.
Autor: Joaquín Castillo Vásquez.