«Hasta que no le toca a uno, uno no toma conciencia»

Mis papás han salido; mi Ñato, como siempre, duerme en su cama en la cocina. Son casi las ocho. Desde las tres que acabé de entrenar quiero ducharme, pero decidí hacerlo luego de sacarlo a dar una vuelta a las siete. Almorzaría, les daría de almorzar, avanzaría con trabajo hasta entonces. Cuando llega por fin el momento de una ducha, un cambio de ropa, un merecido descanso viendo televisión, un sonido fuerte disparata mis planes. ¿Qué habrá sido?

Estoy por entrar a la ducha, cuando por la pequeña ventana del baño llega a mis oídos el eco de unos estallidos. Me quedo inmóvil, con el pie que estaba a punto de apoyar en la mayólica en el aire, y sujeto del marco de la puerta corrediza. ¿Serán disparos? me pregunto. Puede que provengan del cuartel, o quizás del Muñoz. En esta época y en este distrito ya no se sabe. Pero no, no lo son. Observo por la ventana y pequeños destellos iluminan el cielo nocturno. Son pirotécnicos, aunque bien podrían ser ovnis o el Big Bang de alguna estrella. En este 2020 ya no se sabe. Como fuere, sé que el sonido hará que en cualquier instante Rocky haga sentir su presencia. Y no me equivoco. No termino de pensar en ello cuando un ladrido agudo y dos arañazos a la puerta metálica que da a la calle me hacen reaccionar. Empujo mi cuerpo fuera de la ducha y corro. Bajo las escaleras. Mientras, un ladrido más, dos arañazos más. ¡Ya, Rocky! Espérate grito, y al quinto escalón me detengo. Me doy cuenta de que estoy desnudo. No hay realmente un problema en esto, total, mis padres están fuera, pero Ñato ya una vez se escapó cuando abrimos aquella puerta para que entrara Rocky. ¿Y si esta vez también me madruga?

Tendría que cerrar la puerta, cruzar media casa —patio, cocina y comedor—, subir las escaleras de tres en tres, entrar a mi cuarto, vestirme, salir de mi cuarto, bajar las escaleras —esta vez de dos en dos— y cruzar nuevamente media casa, ahora en sentido inverso. Luego, volver a abrir la puerta y salir a buscarlo. Correr. Esperar que no haya mordido a alguien. Y él, él muy bien podría hacerme amagues, provocar que me enredara con mis propios pies, que me cayera, que quedara en ridículo. Y mientras todo eso sucede, la gente corriendo de aquí para allá, gritando ¡Agarre a su perro! ¡Agarre a su perro! y moviendo los brazos como muñecos inflables. Y cuando me pusiera de pie y retomara la persecución, podría aparecerse algún imberbe dispuesto a espantarlo con alguna piedra, sin saber que él no es de amedrentarse. Sería el acabose. Ñato lo mordería y el imberbe saldría disparado a llamar a la policía. Esta llegaría. El imberbe me mentaría a la madre. Yo devolvería el insulto. Y Ñato, Ñato seguramente seguiría por ahí con sus orejas flotando como las de Dumbo y sin bozal.

Regreso al baño y me coloco, al toque, mi bóxer que he tirado sobre la tapa del váter. En el apuro no encuentro el derecho —Rocky sigue ladrando: me lo pongo como sea. “Ahora sí, si se escapa, al menos ya no salgo como Arquímedes”. Sin embargo, pronto recuerdo que Ñato también le teme a los cohetes, por lo que difícilmente se aventuraría a salir solo en ese instante. Y, en efecto, cuando entro a la cocina no tiembla, pero la expresión de sus ojos me dice que no entiende qué pasa y que no sabe cuándo pasara lo que pasa. ¿Es Navidad? No, no es Navidad, Ñatito. Aunque mi madre ya decoró siendo aún setiembre, eso que suena solo es un huevón que no tiene nada mejor que hacer.


Luego de varios arañones suficientes como para dejar una pintura rupestre en mi puerta, le abro por fin a Rocky y lo hago pasar. Sin mirarme y corriendo, va a echarse en su colcha que está tendida desde la tarde al lado de uno de los reposteros. Al regresar de nuestro paseo vespertino, en lugar de entrar a la casa, prefirió quedarse en la calle persiguiendo gatos. Cierro la puerta y luego todas las ventanas. Le subo el volumen al televisor. Busco algún programa con voces amigables (escojo los Picapiedra) y regreso a la cocina.

Aunque más cohetes no han sonado, me encuentro con que los dos ya están temblando. Mi experiencia me dice que, de no haber más estallidos, en veinte minutos estarán bien. Siento frio. Espérenme aquí les digo. No se vayan. Regreso en un ratito. Subo al toque a mi cuarto y abro la canasta de mi ropa sucia, de donde saco mi polo y mi jean que momentos antes había metido. Me los pongo. Me felicito. Si le hiciera caso a mi papá y metiera mi ropa por el revés, ahora estaría demorándome más.

De vuelta en la cocina, me acomodo entre los dos y desciendo suavemente hasta una sentadilla profunda. Me recojo las piernas del pantalón para evitar que el fundillo se desgarre más. Pantalones no me sobran, plata tampoco. Resuelvo recostarme en el repostero. Me relajo, estiro las piernas, reviso a mis costados. Espero que una cucaracha no se me aparezca. En algún momento me tocó pisar una descalzo. Desde ese día no sé si les tengo miedo o asco, la cosa es que cuando veo una la esquivo, así esté en medio de mi sala. Es un ser vivo, hay que respetarlo. Menudo cobarde. Llamo a mis perros, se me acercan, se echan, reposan sus cabezas en mis piernas. Los acaricio, les hablo. Shh… Tranquilos, ¿por qué tienen miedo? Eso que suena es en el cielo, ustedes están abajo. ¿Ven? Ustedes están aquí y los cohetes acá. Con mi mano extendida les indico en el espacio vacío un plano cualquiera y luego otro inferior a aquel. Ellos me miran con sus ojos desorbitados. De tanto en tanto la voluntad de sus músculos los traiciona y muestran leves convulsiones. Mientras les acaricio sus barbillas y sus pezuñas, me pregunto si tendrán cosquillas. Pruebo en sus axilas y sus panzas, pero nada, solo más tembladera.

El Ñato y el Rocky, más alertas que asustados.

Recuerdo una Navidad. Luego de la cena de medianoche, había ido a la casa de un amigo. Ninguno de los dos tenía un plan realmente bueno, así que íbamos a ir a donde nos llevaran nuestros pies. Pero primero esperaríamos a que los pirotécnicos cedieran un poco. Eran cerca de la una y no lo hacían. Estábamos en su dormitorio. Él cargaba a su gato, lo mecía como a un bebé. Yo, del otro extremo de la habitación, tosía, pues habíamos cerrado las ventanas y el humo del cigarrillo comenzaba a intoxicarme. Mi amigo decidió entonces acomodar al pequeño minino en su cama  y cobijarlo con sus almohadas y sus frazadas. Luego se arrodilló y lo arrulló. Es una lástima dijo, mientras yo me acercaba a la ventana y arrimaba la cortina para abrir un poquito el vidrio y botar el humo —y de paso, para apreciar los coloridos destellos—. Pensé que diría algo respecto a mi actitud, pues ya comenzaba a impacientarme y de rato en rato le insinuaba que no le pasaría nada al bendito gato si lo dejaba solo. Con temor de que me echara, le pregunté qué era una lástima. Que ahora los cohetes sean de calidad. Antes ya le hubiesen volado la mano a algún huevón y todo esto ya se hubiese acabado. Volteé y miré a ambos. El gato tenía la expresión de un ratón, y mi amigo, ahí arrodillado, acodado en su cama, con los ojos reflejando impotencia, parecía un feligrés al que la vida le ha arrebatado la fe.

«¿y los animales? ¿Cuál es el crimen de ellos? ¿Existir? Porque desde que nacen están condenados por su marfil, por su piel, por las propiedades curativas que algún curandero de algún lugar dijo que tenían. Podemos acabar con los circos, podemos acabar con los zoológicos, pero, ¿qué hay de los hogares?»

En esa época yo aún no tenía perro, solo un par de hámsteres, a los que ciertamente cualquier sonido diferente a los maullidos de un gato les resultaba igual. Escucha cómo celebran la Navidad, el nacimiento de su salvador. ¿No sería acaso una mejor forma de celebrar el respetar la creación de su padre? ¿Sabes cuánto contaminan los cohetes, cuántos animales mueren de un infarto? Se puso de pie y se cogió la cara: se la restregó con ambas manos. ¡No lo entiendo! A la gente no le importa, solo quiere pasarla bien. ¿Te digo una cosa? Te aseguro que muchos de esos que en estos momentos están prendiendo mechas, tienen mascota, pero claro, seguro que las suyas no se asustan, por eso no se dan cuenta, o no les importa. Hasta que no le toca a uno, uno no toma conciencia. No existe empatía, solo egoísmo. Sacan a sus perros y dejan que se orinen en llantas y jardines, les llega al pincho, pero cuando un perro vagabundo va y hace lo mismo en sus carros, en sus jardines, les tiran piedras, les avientan agua helada, los amenazan con palos.

De lo que tenía las manos en la cintura, elevó un índice y lo apuntó hacia mí mientras lo agitaba. ¿Sabes qué leí la otra vez? —dibujó un rectángulo con sus manos—. “Rescatan animales de condiciones infrahumanas”. Infra-humanas. ¡HUMANAS! Imagínate. O sea, si esas jaulas minúsculas en las que los hallaron hubiesen sido más grandes, hubiesen tenido unos catres y unos inodoros, ¿los hubiesen dejado enjaulados? Porque eso ya califica como condiciones humanas, ¿o no? ¿Acaso millones no viven en las cárceles? Yo abrí la boca, con la intención de refutar su argumento, pero él me detuvo con el mismo gesto del policía que detiene el tráfico. Claro, claro, ya sé lo que me vas a decir. Ellos no están ahí por voluntad propia. Están pagando crímenes y tampoco son las mejores condiciones para un humano, pero ¿y los animales? ¿Cuál es el crimen de ellos? ¿Existir? Porque desde que nacen están condenados por su marfil, por su piel, por las propiedades curativas que algún curandero de algún lugar dijo que tenían. Podemos acabar con los circos, podemos acabar con los zoológicos, pero, ¿qué hay de los hogares? No lo sé. A veces veo a mi gato y me pregunto ‘¿Qué sería de él si los humanos no existiéramos? ¿Cuál sería su hábitat? ¿Cuál sería su papel dentro del ecosistema? ¿Sería más, menos, o igual de feliz?’. Sacudió la cabeza en señal de negación y me miró. En fin, qué más da. ¿Escuchas? Ya dejaron de reventar. Al cabo de un rato salimos. Él más sereno y yo más sabio.

Mi amigo no es científico, no es doctor, no es licenciado; el maldito apenas si ha terminado la secundaria, pero sabe de lo que habla. Me dan ganas de llamarlo, saber cómo está, pero Ñato se pone de pie y me recuerda dónde estoy. Se estira, camina a su colchón, da unas cuantas vueltas en el sitio y se tiende cuan largo es. Rocky se yergue y hace lo mismo sobre su colcha. Están serenos; puedo ducharme. Subo las escaleras y, escalón a escalón, me voy desvistiendo. Polo afuera, pantalón afuera, bóxer afuera. Arribo al segundo piso y aviento las prendas al suelo de mi cuarto. En el baño, cuando estoy a punto de entrar a la ducha, el eco de unos estallidos llega a mis oídos. La puta madre.


<strong>Enrique Arellano Flores</strong>
Enrique Arellano Flores

Tiene veintiséis años. Diez de ellos ha practicado deporte, siempre con peso. Primero quiso ser fisicoculturista, luego halterófilo, pero la pandemia llegó y los gimnasios cerraron. Ahora juega con unas kettlebells en la azotea de su casa. Recientemente ha incursionado en el movimiento libre, más que todo en patrones de locomoción animal. Según él, imita el andar de chimpancés, babuinos, gorilas. Cuando era chibolo, su viejo le decía “Tú eres el eslabón perdido de la evolución”. También le decía que tenía que estudiar una carrera. Estudió ingeniería y aparte llevó cursos de musculación y cosas relacionadas. Pensaba “No voy a terminar trabajando ocho horas sentado en una oficina”. Ahora se las pasa sentado en su cuarto escribiendo, leyendo y editando. Pero espera algún día pasárselas con una cámara en la mano y al costado de una manada de ballenas.

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