Coger una hoja y transformarla en una flor, en un caballo, en una lámpara. ¿Qué mejor reciclaje que ese? Roxana nos cuenta el inicio de su viaje como artista del papel.
Era el año 2014 y yo me encontraba en Alemania, en medio de una cruzada de aprendizaje sobre papel y encuadernación. Quería saberlo todo, desde cómo se hacía antiguamente y cómo se podía hacer ahora, hasta el paso final: cómo transformarlo en libros. Tres años atrás había terminado la universidad en Estados Unidos y había regresado a Perú con un título en “Artes plásticas con concentración en libros de artista”. Lamentablemente, no tenía idea de qué hacer con este título para mantenerme por mi misma. Me sentía completamente perdida y pensaba que quizás me había equivocado al escoger mi carrera. Este viaje era mi oportunidad de encontrar respuestas, de ver qué hacían otros artistas que trabajaban con papel. Yo esperaba volver con un plan, o por lo menos, con un esquema preliminar.
En Alemania hice dos pasantías en dos talleres de encuadernación. Una de mis jefas fue Helene. Ella era alta, rubia, de cabello corto, ojos azules y mirada intimidante. Helene era una encuadernadora alemana muy estricta, pero impecable en su trabajo. Su presencia muchas veces me ponía nerviosa, pero mis ganas de encontrar un camino a seguir eran más fuertes. Cuando estaba en el taller y ella me explicaba alguna técnica nueva, yo me sentía como una discípula de artes marciales frente a su maestro. Cualquier cosa que Helene me dijera la tomaba muy en serio y no la cuestionaba.
«Este viaje era mi oportunidad de encontrar respuestas, de ver qué hacían otros artistas que trabajaban con papel. Yo esperaba volver con un plan, o por lo menos, con un esquema preliminar».
—Debes ir. Paul Jackson solo viene una vez al año y sus talleres son muy solicitados. Vas a aprender más de lo que imaginas —me dijo Helene con tono autoritario, mientras mirábamos la información de un taller en la web.
—Creo que sí la hago. No es exactamente encuadernación o hacer papel. ¡Es origami! Y en un monasterio…
—¿Por qué la piensas tanto? Ya estás acá. Tienes que aprovechar lo que puedas. Por eso viniste a Europa, ¿no? Para aprender.
El curso que me estaba recomendando era “Técnicas de plegado para diseñadores” con Paul Jackson. Yo no sabía quién era él, así que hice una búsqueda rápida en Google. Encontré que era todo un referente en el tema del plegado y origami contemporáneo. Su técnica iba más allá de hacer animales o flores. Había creado patrones geométricos, empaques de diseño, e incluso había incursionado en la moda. Ahora trabajaba en una universidad como catedrático y una vez al año viajaba a Alemania para dictar ese taller.
Luego de un par de semanas emprendí mi camino a la Abadía de Niederalteich, el lugar donde se iban a dictar las clases. Lo interesante era que también nos alojaríamos ahí, en la casa de huéspedes, compartiendo algunos espacios con los monjes Benedictinos.
—Bienvenida a San Pirim, la casa de huéspedes. Te explico un poco cómo son las cosas por acá. En el primer piso, donde antes se encontraban los establos, se dictan las clases. En el segundo hay una sala de lectura y también se encuentra el comedor. Solo te pedimos que guardes silencio y seas respetuosa con los monjes. ¡Ah! Y en el tercer piso están las habitaciones. Vamos para mostrarte la tuya.
El encargado me explicó que el monasterio prestaba sus instalaciones para cursos y alojamiento temporal. Era un lugar amplio, tranquilo, se respiraba paz. Las paredes eran blancas y el techo era a doble agua. En el medio de las alas había tres árboles hermosos, se notaba que tenían más de cien años.
En mi habitación me puse a pensar en la sincronía y magia de ese momento. Los primeros libros fueron hechos por monjes. Y yo ahora me encontraba en las mismas condiciones que ellos: rodeada de tranquilidad, en un espacio óptimo para concentrarme y, con suerte, encontrar respuestas.
A la mañana siguiente empezamos las clases. El aula era amplia, con grandes ventanas que daban mucha luz y mesas de madera que brindaban calidez al lugar. Éramos un grupo de diez alumnos: tres diseñadores de producto, cuatro profesores universitarios, dos señores retirados buscando experiencias nuevas y yo, la menor del grupo, la única latina y la más perdida.
Paul entró al salón de clases y se presentó. Era un hombre que rodeaba los cincuenta años, de cabello corto y un poco rizado, ojos claros detrás de unos anteojos finos, contextura media y acento inglés. Nos contó que vivía ya hace muchos años en Tel Aviv, pero que había nacido en Inglaterra. Que su camino no había sido fácil y que muchas veces él también se había sentido perdido. “Nadie te dice cómo ser un origamista profesional. Peor aún cuando no eres japonés” nos dijo en un tono ligero y algo bromista.
Cuando Paul nos enseñaba, recalcaba mucho la democracia del papel. «No se necesita gran cosa para hacer origami, solo tus manos y unas cuantas hojas. Todos tenemos acceso a una». Alguna vez yo también había pensado en este tema. Lo veía como una oportunidad de acercar a las personas al arte, de que no lo vieran como algo lejano, casi sagrado, sino que pudieran incorporarlo a su vida cotidiana.
Todos los días hacíamos varios intentos de dobleces, estructuras y patrones de pliegues. Mi mesa se llenaba rápidamente de varios intentos fallidos, y mi cámara, de fotos del paso a paso y de mis pocos logros.
Por las noches aprovechábamos en juntarnos con el profesor a cenar en un pequeño restaurante que había en el pueblo. Era un lugar similar a una cueva, con las paredes curvas y blancas y las mesas de madera oscura. Yo no sé alemán, pero una de las cosas que aprendí a decir fue ich möchte ein schinkenbrot und a weißbier1.
«Lo veía —el origami— como una oportunidad de acercar a las personas al arte, de que no lo vieran como algo lejano, casi sagrado, sino que pudieran incorporarlo a su vida cotidiana».
Ahí las charlas se volvían más personales, más de amigos. Quizás lo más gracioso fue encontrar que, tanto Paul como yo, utilizamos nuestro segundo nombre como el principal. Yo me llamo Cecilia Roxana y él se llama Michael Paul. Cuando me lo dijo casi me atoro de risa.
—¡Te llamas Michael Jackson!
Él solo atinó a asentir con la cabeza a modo de resignación.
—Sí, lo sé… ¡Es muy molesto! Cada vez que hago un viaje internacional me encuentro con alguien en migraciones que se queda maravillado de mi nombre, sobre todo en Estados Unidos. Lo peor es que cuando me preguntan a qué me dedico y les digo que soy un origamista profesional, no me creen. Me piden que se los demuestre.
—¿De verdad?
—Sí. No tienes idea de cuántos perritos, grullas y similares me ha tocado hacer en la cola de migraciones. Pero ya lo acepté. Solo me molesta cuando mi conexión es corta.
Con Paul hablamos de arte, de creatividad, de mantener viva la curiosidad, pero sobre todo, de nuestro amor por el papel. Esa semana se pasó muy rápido. Antes de darme cuenta ya estaba de vuelta en Perú.
Uno de los proyectos que hice en el curso fue una lámpara, una pieza compleja de calados y quiebres que jugaban con la luz. En Lima la desarmé y la multipliqué en treinta piezas. Mi idea era suspenderlas en un techo alto, creando un cielo falso de pliegues, luz y sombra. Empecé con el techo del instituto donde trabajaba. Hubo una feria de diseño y yo propuse instalar mis papeles, aproveché en tomar muchas fotos. Desde que había regresado de mi viaje, me había puesto como meta aplicar a muestras de arte internacional, bienales y concursos.
Esas fotos las postulé a la Bienal de Papel de Sofía, Bulgaria. ¿Y qué creen? Las aceptaron. Empaqué en una caja todos mis papeles y mis anhelos. Ellos se fueron volando juntos hasta Sofía, hasta el Museo de Historia Natural. Fueron instalados en el hall de la entrada, donde cientos de personas pudieron verlos y disfrutarlos. Las luces del museo creaban un juego hermoso en el piso del hall de doble altura.
Recuerdo que, aún ahí, no estaba segura de cuál iba a ser mi siguiente paso como artista. Pero sabía que no debía tenerle miedo a la incertidumbre, porque en el probar estaba el camino correcto. Nadie te dice cómo ser artista, uno solo lo va descubriendo.
[1] Quiero un pan con jamón y una cerveza de trigo, por favor.