Acerca de los retos semanales que se lanzan en Familia Machucabotones, sepan que para nosotros es difícil resistirnos a participar. Las ganas de jugar nos ganan y nos aventuramos a cumplir con las premisas. Este texto fue producto del primero de los retos. Aquel consistía en que escribiéramos cada día durante diez minutos a partir de una ilustración diferente, todas de un mismo artista: Joey Guidone. El cuarto día tocó esta imagen (la de la cabecera). Representaba una escena que he visto en muchas películas, y que he imaginado gracias a algunos libros también. En mis recuerdos la tenía representada un tantito diferente. Con ese recuerdo parto. ¿Dónde habré terminado a los diez minutos?
Alguna vez hice lo del niño en la foto. No precisamente para leer, sino para colocarme los audífonos y escuchar música de mi MP4. Recuerdo taparme todo yo con la manta para que el resplandor de la pantalla no se filtrara fuera de mi habitación. Era un niño, y como niño tenía una hora de dormir, una hora que debía respetar si no quería que mi papá me regañara. Al final siempre lo hacía, porque me quedaba dormido al día siguiente y salíamos más tarde de lo habitual, con el peligro de que llegáramos a mi escuela luego de que sonara la campana. Me pregunto si esa travesura será una de las causantes de que sea medio cegatón. ¿No les jode la luz cuando están a oscuras? A mí me arden los ojos. Hace poco descubrí que la luz azul de las pantallas electrónicas activa nuestro reloj interno. «Ya amaneció» nos dice. «Cocorocó» canta nuestro cerebro. Y claro, ahí es cuando ya no podemos dormir.
Don Valentín Magoo
Últimamente ando muy preocupado por mis ojos. Hay días en los que los siento fatigados. Por ello evito leer libros electrónicos, y por ello prefiero escribir a mano. Tal vez debiera cambiar de lentes. Están rayados y eso también jode.
Yo me bauticé a los once años, y aunque hasta esa edad ningún duende salió de debajo de mi cama, a veces pienso que puedo encontrarme uno si abro los ojos a las tres de la mañana y veo hacia el espejo.
Hay ocasiones en las que distingo puntos verdes y amarillos brillantes. Al principio creía que sufría de alucinaciones (como no me sacaba nunca los lentes para limpiarlos, ni cuenta me daba de los rayones). Incluso llegué a considerar que en mi casa penaban. Me daban ganas de taparme con la sábana.
Aún ahora evito dejar mis pies en el aire cuando duermo de noche. Si me quedo jato a media mañana, a mediodía, o en la tarde, fresco. Que si mi brazo cuelga, que si mi pie casi roza el piso, no me importa. Pero una vez que está todo oscuro, no señor, a respetar las fronteras. Que ni un dedo sobresalga de la cama. ¿No han oído hablar de los duendes? Tengo un gran espejo, donde me veo a diario, pero que menos mal no enfoca mi cama. Yo me bauticé a los once años, y aunque hasta esa edad ningún duende salió de debajo de mi cama, a veces pienso que puedo encontrarme uno si abro los ojos a las tres de la mañana y veo hacia el espejo.
No es que no sea capaz de levantarme a esa hora, porque lo he hecho varias veces, solo que evito dirigir la mirada a lugares que las películas de terror me han enseñado es mala idea mirar. La escalera que conduce al tercer piso: ¡ni loco! Ahí está el depósito, y todos sabemos que en el depósito, entre polvo, arañas y cosas guardadas, siempre algún espíritu se esconde.