Él entiende que varios hermanos en la familia es difícil. La atención individual de cada hijo quema las emociones de su madre. No duerme. A él lo suelta: ¡a la de Dios! La madre anda siempre preocupada porque sus hijos rompan sus recuerdos: su vajilla inglesa, por ejemplo, a la que tanto aprecio tiene. La oculta del alcance de ellos. […]
Aún recuerdo a mi bisabuela Felicia y a Zenobia, la mujer que me cuidaba, rechonchita y reilete, de cabellos negros que parecían rizados con fuego, convocando a todos los pobladores de la cocina para la faena de una mañana. Seleccionaban tomates, los lavaban, les quitaban sus penachos y los metían al ollón. Colocaban en el patio de la ladrillera dos enormes peroles: uno lleno de tomates y el otro con frascos de vidrio que hervían lentamente para esterilizarlos. […]
Ella, una adolescente gordita a la que le habían crecido unas tetas inmensas durante el verano, acababa de cumplir trece años. “No te preocupes, hija, está en la edad del patito feo. Ya después adelgazará” le escuchó decirle a su tía que hablaba con su madre. Su madre vivía preocupada, pues su única hija mujer estaba subida de peso y las blusas del colegio del año anterior ya no le cerraban. Además, las tetas grandes que precozmente había desarrollado llamaban la atención de los hombres. “Ay, hija, ojalá. Dios te oiga” contestó su madre. “Pero es que esta chica no entiende cuando le digo que deje de comer. El otro día le encontré una caja de panetón vacía debajo de la cama”. […]
Mi mejor amiga, Caro, había recibido una invitación doble para el avant premier de una película. Me había dicho para ir juntas. Como mi mamá estaba en Iquitos, entonces le pedí a Caro que también me acompañase a ver qué atuendo utilizaría. En esos tiempos no sabía ni maquillarme. Así como de algunas personas se dice que tienen dos pies “izquierdos”, de mí podía decirse que tenía dos manos “izquierdas”. Necesitaba ayuda para maquillarme y demás recutecus. […]
Me gusta escribir, pero también me frustra. Comienzo un día cualquiera. Tecleo rápido, me detengo, vuelvo a comenzar, escribo un párrafo, dos, tres, cuatro, borro el tercero, corrijo el segundo, vuelvo al primero, comienzo un quinto, no me gusta, guardo el documento y lo cierro. Lo dejo dormir hasta el siguiente día. Lo vuelvo a abrir, lo releo y no me gusta, no me llena, siento que no soy yo. Siento que alguien más se apoderó de mí en ese momento, y que a través de mis dedos quiso escribir algo que no me refleja, que no siento, o quizás algo que sentí, pero que ya no reconozco. Espero que sea así. […]
Alguna vez hice lo del niño en la foto. No precisamente para leer, sino para colocarme los audífonos y escuchar música de mi MP4. Recuerdo taparme todo yo con la manta para que el resplandor de la pantalla no se filtrara fuera de mi habitación. Era un niño, y como niño tenía una hora de dormir, una hora que debía respetar si no quería que mi papá me regañara. Al final siempre lo hacía, porque me quedaba dormido al día siguiente y salíamos más tarde de lo habitual, con el peligro de que llegáramos a mi escuela luego de que sonara la campana. Me pregunto si esa travesura será una de las causantes de que sea medio cegatón. […]
Mi relación con la escritura es muy extraña. De pronto me doy cuenta de que me encanta, de pronto me doy cuenta de que me llega al chopin. De pronto me siento creativo, imagino ideas y las tecleo, o de pronto solo me confundo más de lo que estaba. […]