Ella dejó de usar polos pegados y su mundo de colores se volvió color azul marino con negro

Cierto es que el deporte es salud, pero la salud no solo se reduce al nivel físico, también abarca lo mental. Si vas al gimnasio por obligación, por el «que dirán», por desear una imagen igual a la de otras personas, entonces deja de ser una actividad saludable. Hay que hacer las cosas que nacen de nuestro interior, como nos enseña la protagonista de este relato.


Ella, una adolescente gordita a la que le habían crecido unas tetas inmensas durante el verano, acababa de cumplir trece años. «No te preocupes, hija, está en la edad del patito feo. Ya después adelgazará» le escuchó decirle a su tía que hablaba con su madre. Su madre vivía preocupada, pues su única hija mujer estaba subida de peso y las blusas del colegio del año anterior ya no le cerraban. Además, las tetas grandes que precozmente había desarrollado llamaban la atención de los hombres. «Ay, hija, ojalá. Dios te oiga» contestó su madre. «Pero es que esta chica no entiende cuando le digo que deje de comer. El otro día le encontré una caja de panetón vacía debajo de la cama».  «Ya verás» dijo la tía. «Ya le vendrá la pretensión».  Ella se quedó preocupada. “¿Qué es la pretensión?  ¿Una enfermedad?”. Ella esperaba que no fuera algo como eso que le pasó una noche, que al ver una mancha oscura en su calzón celeste, y descubrir que era sangre, pensó que tenía los días contados. Pobre Ella. Nadie le había advertido que era algo normal que le sucedía a las niñas cuando crecían.  

Imagen de la que surgió este texto.

Mientras tanto, Ella seguía siendo Ella: una niña en camino a ser mujer a la que le gustaba comer pan francés con mantequilla en el lonche, y que pedía repeticuá cuando en el almuerzo preparaban su plato favorito. Sin embargo, Ella también era consciente de que su cuerpo estaba cambiando. Las tetas le crecían y los hombres la miraban raro. «¡Qué buena delantera, mamacita!» le dijeron un día en la calle.  «Con esa delantera, la cantidad de goles que metería». Ella se puso triste y decidió que ya no usaría polos pegados para que no le dijeran esas cosas tan feas. De ahí en adelante solo usaría blusas holgadas. Y solo de colores oscuros, porque había leído en una edición de Vanidades de su madre que los colores oscuros adelgazaban.  Así fue que Ella dejó de usar polos pegados y su mundo de colores se volvió color azul marino con negro.  Un día su madre le dijo:  «Ella, estás gordísima.  Tienes que hacer ejercicio. Te voy a meter a un gimnasio».  Ella no tuvo opción y tres veces a la semana era llevada por el chofer de la casa a un gimnasio que quedaba en la calle Los Pinos en Miraflores.  Ella era la más jovencita en ese gimnasio. Las demás eran mujeres mucho mayores, todas muy flacas que usaban mallas marca Danskin y calentadores coloridos. Ella se escondía debajo de un polo suelto y un buzo; solo quería pasar desapercibida. 

«Mientras tanto, Ella seguía siendo Ella: una niña en camino a ser mujer a la que le gustaba comer pan francés con mantequilla en el lonche, y que pedía repeticuá cuando en el almuerzo preparaban su plato favorito».

El primer día le hicieron una rutina de ejercicios y le tomaron las medidas. Le prescribieron ejercicios para bajar la panza y otros para ver si se le asomaba la cintura. Pero ninguno fue para achicar las tetas. “¿Será que ya no hay remedio?” pensó Ella. Un día, después de haber sudado la gota gorda, entró a los camerinos del gimnasio para cambiarse, y quedó aterrorizada.  Vio a unas señoras muy flacas y casi sin tetas saliendo totalmente desnudas del sauna, sin ningún pudor, más bien muy orgullosas de sus cuerpos. «Jamás seré como ellas» decidió Ella. «Siempre seré gorda y tetona porque me gusta comer mis Sublimes y mis Doña Pepas. Además, así estoy mejor, no tengo que andar calata delante de nadie».

Aquel día, Ella entendió que el gimnasio no era para ella, y convenció a Guzmán, el chofer, para que en vez de ir al gimnasio fueran a comer una porción de papas fritas tres veces a la semana. Sin que su madre se entere, claro.


<strong>Tesie Price</strong>
Tesie Price

Mamá por vocación, y tarotista por pasión. Curiosa y diletante, con una mente inquieta como pelota de ping-pong. Escribe para descubrir sus propias historias.

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