“Difícil es encontrarse a uno mismo y, si se logra, difícil es ser sincero”

La idea de ser escritor me había invadido, así que hacía expediciones a cuanta feria había. En una de esas, me encontré no con el libro que voy a reseñar, sino con uno de kinesiología del movimiento. Era de segunda y estaba entre un montón de libros de derecho y un montón de libros de economía. Como la física aplicada me fascina, sin dudarlo lo compré. Un par de semanas después, cuando se me ocurrió ingresar a una librería para matar el tiempo, encontré Un hombre sencillo. Me bastó ver la foto para decidirme comprarlo. Sabía quiénes eran los de la cubierta, los había visto en el libro de kinesiología. Con la emoción de un coleccionista, me pregunté «¿Qué historia puede relacionar un libro de literatura con otro de ciencia?»

Portada de la edición en español de «Un homme si simple»

Basta ver la cubierta del libro para intuir de qué trata: un hombre que se volverá loco, o que ya está loco.

Al darle un vistazo a las primeras páginas, podríamos preguntarnos «¿Será ese hombre que simula El grito de Edvard Munch el que está condenado a la locura? ¿Será aquel el Jean Martin que se nos presenta como un hombre de 47 años, un muñón en la cabeza y gafas? ¿Será ese el protagonista de esta historia?». Difícilmente. A lo mucho uno podría pensar que aquella imagen fue rescatada de uno de los archivos olvidados de algún centro psiquiátrico. Cabría la posibilidad de que esa imagen hubiera sido tomada especialmente para el libro, si este fuera un texto científico, pero es que ni siquiera es literatura, según nos dice su autor André Baillon: “Este libro no aspira a ser literatura. Humildemente aporta algunas páginas más a la eterna historia del sufrimiento humano”.

Y es que, de sufrimiento, Baillon sabía mucho. Gracias a la pequeña biografía que Errata Naturae —editorial que publicó en el 2016 la edición en español de Un homme si simple, convirtiendo a esta novela en la primera del belga en ser traducida a nuestro idioma— nos ofrece en su web, podemos ver que la vida de Baillon no fue nada fácil. De hecho, tuvo varios intentos de suicidio y varias estancias en el área de psiquiatría del Hospital de la Pitié-Salpêtrière, aquel famosísimo hospital de París. La genialidad raya con la locura dicen; tal vez sea cierto. A pesar de haber quedado huérfano a muy temprana edad, parecía tener —debido a su rendimiento en la carrera de ingeniería— una vida prometedora por delante, libre de preocupaciones. Pero luego, “a los veintiún años, tras una ruptura amorosa, se tira al mar. Lo rescatan. Renuncia a su oficio, se hace anarquista, comienza a vivir con la antigua prostituta Marie Vanderberghe (protagonista de una de sus novelas) y dilapida su herencia en el casino de Ostende. Abre un café en Lieja, vende carbón en Forest, cría pollos en Westmalle. Fracasa en todo”. Hasta 1932, que lleva a cabo con éxito su suicidio.

«detrás de esta obra hay un enorme contenido histórico, además de un gran coraje por comunicar un tema que aún era vetado por algunos segmentos de la comunidad médica»

Vayamos con Jean Martin, su personaje. Al igual que Baillon, termina internado en la Salpêtrière, aunque según narra a lo largo de las cinco confesiones que estructuran el libro, por voluntad propia, porque lo único que quería era un lugar tranquilo en el que poder escribir. Es así que tenemos a un escritor cercano al medio siglo de vida que se siente abrumado por todas las distracciones que le presenta la vida en la ciudad. Es inevitable preguntarse “¿Cuánto de Jean habrá en André? ¿Cuánto de Martin habrá en Baillon?”.  

Lamentablemente, información en español, incluso en inglés, acerca de André Baillon no abunda. En francés no podría asegurar. Pero si estamos de acuerdo con Kundera cuando dice “los personajes no nacen como los seres humanos, del cuerpo de su madre, sino de una situación, una frase, una metáfora en la que está depositada, como dentro de una nuez, una posibilidad humana fundamental que el autor cree que nadie ha descubierto aún o sobre la que nadie ha dicho aún nada esencial. ¿Acaso no es cierto que el autor no puede hablar más que de sí mismo?” … Si estamos de acuerdo en eso; entonces no habría mucho que investigar para determinar que: o bien Baillon pasó por todos esos delirios que nos va confesando el personaje de Martin, o que, durante alguna de sus estancias en la Salpêtrière, fue testigo de algún caso similar. Como fuere, detrás de esta obra hay un enorme contenido histórico, además de un gran coraje por comunicar un tema que aún era vetado por algunos segmentos de la comunidad médica —el psicoanálisis de Freud aún no era tomado en serio—.  

En esta línea, resulta curioso que hayan elegido una fotografía del médico francés Duchenne de Boulogne para ilustrar la portada y no una de Charcot, también médico y también francés. En primer lugar, porque ese hombre con cara de aterrado no lo está en realidad. Tiene esa expresión porque Duchenne investigaba el efecto de la estimulación eléctrica en los músculos —estos serían los pininos de la electromiografía— y él era uno de los sujetos de estudio. Segundo, porque Charcot es nombrado dentro de la obra, llevaba el mismo nombre del protagonista (lo cual es importante porque Baillon desde el principio insinúa una multiplicidad de personalidades) y es considerado el padre de la neurología. Fotos de él con sus pacientes no deben ser escasas.  

Libro «Kinesiología y anatomía aplicada» de Rasch y Burke.

Pero, a pesar de esa historia oculta tras sus hojas, y tras el nombre de su protagonista, no contiene ni un lenguaje pomposo ni una trama enrevesada. De hecho, Un hombre sencillo resulta ser sencillo de leer. Es uno de aquellos libros que fácilmente pueden leerse de un tirón. ¿Agotador? Para nada. Agotadores, nos dice Martin, son los setenta gestos necesarios para cambiarse una camisa. Detengámonos un momento y cerremos los ojos. ¿Podemos decir cuántos sonidos diferentes nos llegan desde el exterior? ¿Podemos contarlos? Jean Martin los ha contado y se los enumera al médico de la Salpêtrière al que le insiste que el origen de sus problemas es su imposibilidad de escribir:

André Baillon (Amberes, 1875 – Saint-Germain-en-Laye, 1932).

Haga usted la cuenta: el «¡tesoro!» continuo de la señora, los kilos del señor, las natillas de la portera, los coches, los pianos, las mandolinas, los fonógrafos, los violines de esos tipos que venían al patio a cantar con voz destemplada. ¿Cuál es el total para un escritor que desea trabajar en silencio?

Necesita poner en marcha la pluma para poder absolver las penas de Jeanne, su ex pareja; Claire, su pareja; y Michette, su hijastra. Pero no importa lo que haga, algo siempre lo distrae. Si no son los sonidos, son las preocupaciones: desde el dinero hasta la posibilidad de pisarle una pata a su gato. Alquila un piso, parece perfecto. No lo es. Bulla, preocupaciones. Regresa a su casa. No escribe. Se suman los caprichos de Michette. La madre se sacrifica por cumplirlos, la mirada de esta se vuelve triste. Esto lo entristece y no sabe qué hacer. Formula un plan. El plan es atrevido, raya con lo depravado, pero es por una buena causa. Hacer lo incorrecto por las razones correctas. No resulta, se vuelve loco. Aparece un Martin I, un Martin II, un Martin III… ¿Cuándo será capaz de escribir?

De esta forma, Baillon nos ilustra la mente de un obsesivo compulsivo. Nos coge de las neuronas y nos lleva al viaje cíclico en el que están sumergidos los pensamientos de aquel hombre llamado Jean Martin, que a veces se refiere a sí mismo como Jean, y otras como Martin. Nos reímos, nos compadecemos, nos identificamos. Bien dice Baillon en un autógrafo al final de la obra: “Difícil es encontrarse a uno mismo y, si se logra, difícil es ser sincero”.

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