El domingo regresé a dormir al tercer piso de mi casa. Desde los 30 años mi dormitorio fue ese cuartito en el tercer piso con una ventana diminuta como la ventana de una celda, y yo pensaba que era el lugar perfecto para vivir la vida sosegada que quería para mí. Necesitaba evitar todo sobresalto que perturbara mi precaria paz interior (buena parte de mi juventud la pasé pensando ideas violentas, algunas de ellas suicidas, y aunque las fui abandonando sin pena, en parte gracias al viaje que emprendí en solitario por la India, seguía sintiendo que yo mismo valía muy poco y que nunca alcanzaría la felicidad: fantaseaba con vivir solo en el campo, rodeado de perros). […]