Nos lanzábamos al suelo como comandos para recoger el gran tesoro esparcido

Dile a tu mamá que necesitas una foto de tu infancia, y ella abrirá el baúl de los recuerdos y te sacará todas las fotos habidas y por haber. ¡Qué recuerdos no te traerán!

Para la generación de mi mamá, los álbumes son un bien muy preciado. Ella los guarda en el último cajón de su cómoda, que fue tallada en madera caoba por mi abuelo paterno. Él les fabricó a ella y a mi papá un juego de dormitorio. Fue su regalo de bodas, allá por el año 1980.

Los álbumes que guarda son alrededor de seis y están cubiertos por algunas fundas para ser protegidos del polvo o de algún bicho. En ellos, mi mamá almacena con mucho ahínco fotos de su camino por este mundo, de momentos cumbres en los que mascotas y personas aparecemos. Me pregunto cuál es la diferencia entre las fotos de hoy y de las de ayer, y caigo en cuenta de que nuestra generación se toma fotos por aburrimiento. Qué diferencia.

«Visualizar las fotos de antaño me trajo a colación que antes éramos más unidos y felices».

Ayer la llamé y le pedí que me enviara por WhatsApp alguna foto de algún cumpleaños mío. Me dijo que ya, que no me preocupase, que la buscaría luego de tomar su café. Me la imaginé abriendo el cajón, retirando los dos álbumes más antiguos, en cuyas portadas se dibujan unos bosques frondosos, y pasando las hojas en busca de la foto perfecta. No le dije que escribiría al respecto. Por la noche no me envió una, sino seis fotos, y luego me llamó emocionada para confirmar si eran lo que esperaba. Le respondí que sí. Después de colgar viajé varios lustros atrás. Visualizar las fotos de antaño, recodar los cumpleaños donde fui invitado y donde fui anfitrión, me trajo a colación que antes éramos más unidos y felices. En las fiestas nos rodeábamos de la familia (primos, primas, tíos, tías, papás, abuelos) y de los vecinos de la cuadra.

Muchas fotos se retrataban alrededor de la mesa, donde estaban la torta, los vasitos de gelatina, los caramelos, los bocaditos y las gaseosas, como la Coca Cola o la Nectarín. Los adultos, que eran nuestros guardas, nos rodeaban para que los niños no hiciéramos estragos en los hogares donde éramos recibidos. La hora especial era cuando nos invitaban a pegarle a la piñata. Todos los niños y niñas hacíamos nuestra cola para poderle dar un mazazo, a la vez que coreábamos ‘¿Quién rompe la piñata? ¡Yo! Que la rompa Felipe, ¡no! Que la rompa Sarita, ¡no! Que la rompa Jaimito, ¡no! Que la rompa Juanita, ¡sí!’. Al ritmo de esta melodía pegajosa, y haciendo el trencito, nos íbamos acercando a la piñata. Había muchas formas de pegarle. Algunos niños no solo le daban un palazo, sino cinco. Cuando alguno de ellos lograba romperla, el éxtasis llegaba a uno, la adrenalina se disparaba. Nos lanzábamos al suelo como comandos para recoger el gran tesoro esparcido. Era una felicidad total llegar donde tus papás con tus juguetes de plásticos, tus caramelos, tu serpentina o cualquier otra cosa que hubieras cogido. Los papás también contribuían con algunas otras golosinas. Había niños y niñas más expertos que, por la experiencia, llevaban a las fiestas sus bolsas para poder acumular una mayor parte del tesoro. Eso era planificación.

«cruzábamos los dedos para que ninguna foto saliera fallada, algo que ya nadie experimenta en estos tiempos».

Ver las fotos también me hace recordar las cámaras Kodak, los rollos para veinticuatro fotos y el revelado de estos, un arte que implicaba tener devoción. Llevábamos los rollos para que fueran revelados en unos cuartos oscuros y cruzábamos los dedos para que ninguna foto saliera fallada, algo que ya nadie experimenta en estos tiempos. Antes no existía el Photoshop, las fotos sí eran originales.

En esta foto de mi primer cumpleaños mis padres están felices. Sin duda, habían trascendido.


Autor: Paul Naiza.

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