Si esta foto no existiera, yo no recordaría ese día

Un 25 de julio de 1990.

¿Recuerdan esas épocas en las que nos entusiasmábamos más por los juguetes, que por la comida del lugar? Por los toboganes. ¡Qué recuerdos! Thesalia nos cuenta cómo fue la celebración de sus cuatro años.

Mientras escribo esto, este recuerdo cumple treinta años. En la foto yo cumplo mis primeros cuatro. Ahí estaba con mi pandilla en el Kentucky de Benavides, ese que albergaba «La ruedita de la muerte», aquel monstruo de madera en el que se insertaban niñas y niños de temprana edad para rodar cual ratones de laboratorio. Quien la vio alguna vez, imposible que no la recuerde. Y quien estuvo dentro, no conoce el miedo.

Si esta foto no existiera, yo no recordaría ese día. Cuánta información desprende este retazo de lo que alguna vez fue papel. Esta imagen no me muestra viendo la cámara, me muestra buscando la mirada de papá que estaba detrás de esta.

«Quiero meterme en la foto y abrazarla con mucha fuerza para que le llegue mi amor y, de paso, para abrazarme a mí. ¿A quién no le causa ternura su yo infante?»

Siempre buscándolo…

Si miro el fondo de la foto, creo divisar a mi prima. Invento una historia: ella les da el encuentro a estos cinco niños locos para sumarse a la diversión. A pesar de bordear los veinte, tenía fascinación por nuestra compañía. Mi mami luce tan joven, tan bonita. Quiero meterme en la foto y abrazarla con mucha fuerza para que le llegue mi amor y, de paso, para abrazarme a mí. ¿A quién no le causa ternura su yo infante?

Ese día, después de comer en esa mesa redonda, jugué y jugué. Pasaron las horas, seguro pocas, cuando mi papá propuso terminar la jornada. Yo no quise, me negué firmemente. Pero por lo general, mi palabra no tenía mucho valor en este tipo de decisiones, así que, aprovechando aún ser una pequeña infanta, puse una rodilla en el piso y ambos codos sobre la rodilla que no tocaba el suelo. Luego junté mis manos como quien reza o, mejor dicho, implora, e hice eso: implorar. “Una horita más, por favor”.

Como a mi padre le encantaba registrar todo, sacó su arma y capturó mi humillación. Felizmente esa foto está perdida. No, no felizmente. Es una pena. Me encantaría verla ahora mismo.

«Esta foto me hace inventar algunas cosas y considerarlas verdad. O quizás sí lo son. Habría que preguntarles. Comunicarse. Comunicarnos.»

Después de todos estos años vengo a entender que la compasión que quise provocar como herramienta de manipulación no fue lograda. Conseguí que nos quedáramos por lo gracioso del asunto. Repasamos un rato más los juegos de ese lugar tan icónico. Un lugar al que yo también imploraba volver una y otra vez.

Del pollo, o lo que sea que vendieran ahí, casi no me acuerdo. Podría apostar que me compraron alguna cajita feliz y que yo guardé el muñequito para el momento de la bañera. Ahí entraban todos los juguetes conmigo, pocos se salvaban. Pero el contenido comestible de la cajita seguro pasó a manos de mis adultos padres que, sintiéndose estafados por el absurdo contenido del combo, prefirieron al menos consumirlo. Pero lo que no sabían era que estaban pagando valiosas horas de diversión para nosotros. Momentos. O de repente sí sabían. Esta foto me hace inventar algunas cosas y considerarlas verdad. O quizás sí lo son. Habría que preguntarles. Comunicarse. Comunicarnos.

Ahí estaba también mi invitado de honor: mi compañero del salón amarillo, del rojo y del que vendría después, hasta encontrarnos también en el colegio. Lamentablemente se fue a otro, a uno de solo hombres. No sé por qué hizo eso. Tampoco sé si fue decisión suya o de su mamá, de mi tía. Está de espaldas y con una chompa roja que cubría una camisa de cuello blanco. No puede ser coincidencia que esté vestido idénticamente a mí. Tiene que haber sido un uniforme o a lo mejor un disfraz. Tengo que preguntárselo a mi mamá. Estoy rogando que lo recuerde, aunque sospecho que me iré a la tumba con esa interrogante que, a decir verdad, no es la primera vez que pasea por mi mente.


Autora: Thesalia Carbo.

 

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