«Varias veces el rey recuperó la juventud y los ciegos la vista, siempre a destiempo»

Recuerdo haber encontrado este libro en la desaparecida librería ‘La Libre’ de Barranco a mi regreso a Lima, luego de un viaje a la Argentina en el que conocí sobre esta inquietante escritora bonaerense y su obra. Silvina Ocampo publicó su primer libro de cuentos a sus 34 años en 1937, sus relatos son adictivos y la manera en que incluye elementos fantásticos te deja aún más enganchada con su escritura. Compartimos «El progreso de la ciencia» cuento perteneciente a la colección «Las invitadas» (1961); en él se narra la historia de un rey que se rehúsa a perder la juventud.

En otros tiempos los hombres no sólo conocieron la curación de la ceguera, sino el secreto del rejuvenecimiento. Un rey piadoso, cargado de virtudes e infinitamente bello, que tenía un solo defecto, la presunción, al sentir que envejecía mandó cegar a todos los súbditos, que trataban de imitarlo, para que no sufrieran un desencanto.

El rey pensó que al no ser vista su desdicha, dejaría de existir. Se equivocó. No podía hacer nada sino lamentar su vejez. Más uno de los súbditos, que era sabio, con el correr del tiempo decidió salvar a ese rey que amaba tanto a su pueblo. El sabio y sus compañeros, con el vehemente deseo de salvar al rey, hallaron el modo de rejuvenecerlo.

Como primera medida los sabios ordenaron la construcción de un palacio de hielo, donde encerraron al rey. Nunca se supo con qué productos químicos lo alimentaron durante varios meses. Al cabo de un tiempo, que pareció larguísimo al rey y brevísimo a los sabios, el rey volvió a ser como cuando tenía veinte años. Al verse en el espejo, tan hermoso, el rey suspiró de alegría y se contempló durante tres días y tres noches, sin comer ni dormir. No podía hacer nada, sino alegrarse de ser joven.

Un rey vanidoso quiere ser por siempre joven.

Llamó a los súbditos para que lo admiraran, pero hombres, mujeres y niños miraron para otro lado, con sus miradas blancas. Llamó a todos los animales del reino, pero los animales no saben lo que es un hombre hermoso. Si hubiera sido una mujer, tal vez un mono se hubiera enamorado de él, pero no era mujer y no había monos en todo el territorio. Al cabo de un tiempo se cansó de los espejos, de vestirse y de peinarse, entristeció y quiso morir.

«Los sabios se encerraron en sus casas para leer y estudiar, pero los libros para ciegos se leen lentamente, y las manos aprenden lentamente a reemplazarlos ojos que no ven.»

–De qué me sirve mi belleza, si nadie la ve. Mi juventud está en los ojos que me miran –dijo, y llamó a los sabios, que llegaron guiados por sus perros lanudos.

–Ustedes tienen que devolver la vista a los ciegos –dijo el rey, que seguía lamentándose– o moriré. ¿Quién me mira?

–Majestad, los animales tienen ojos que ven.

–Los animales me aburren.

–Juegue al diábolo. Es un juego solitario.

–Quiero que las personas me vean –gritó desconsoladamente.

Los sabios se encerraron en sus casas para leer y estudiar, pero los libros para ciegos se leen lentamente, y las manos aprenden lentamente a reemplazarlos ojos que no ven. Hicieron experimentos con muchos reptiles, animales feroces y domésticos. El rey lloró tanto que envejeció de nuevo en poco tiempo. Las lágrimas dejaban huellas en sus ojos y sus dos cejas afligidas marcaban arrugas en la frente. «¿Qué hacen los sabios?» pensaba, con resentimiento nocivo.

Los sabios, que no alardeaban de sus descubrimientos, preparaban una sorpresa para el rey: en un día determinado devolverían la vista a todos los ciegos. Fue difícil organizar las cosas. El rey, al ver llegar ese ejército de videntes, que llenaba las calles, se ocultó en el palacio de hielo. Se cubrió la cara con una máscara verde, y el mismo día ordenó a los sabios, bajo pena de muerte, que cegaran de nuevo a los súbditos, hasta que él rejuveneciera.

Silvina Ocampo en la casa de verano de su familia.

Varias veces el rey recuperó la juventud y los ciegos la vista, siempre a destiempo, con igual zozobra que la primera vez, pues los sabios no podían comprobar, por ser ciegos, en qué momento el rey había rejuvenecido; pero la vida no es eterna y tiene que terminar, aun para los que rejuvenecen.

Por eso mismo el rey, después de cien años en plena juventud, antes de morir, destruyó el secreto de los sabios.

«No quiero –dijo en su testamento– que otros reyes rejuvenezcan, ni que los ciegos recobren la vista, si no es para mirarme a mí. Quiero que la historia de mi reino, con su dicha y su dolor, sea única en el mundo. Además esta costumbre que hemos adquirido podría convertirse en moda, y detesto la moda. El plagio no se practica sólo en literatura, detesto también el plagio. Conozco un pelagatos, rey de no sé dónde que pretendía arrancar los ojos de su cónyuge para que no le viera los párpados hinchados. Otro pelagatos más conocido, rey también, hizo perforar los tímpanos de sus discípulos (un famoso orador) para que no oyeran los desvaríos de su vejez.»

Después de redactar su testamento el rey se suicidó con los sabios, que le agradecieron, hasta en el último suspiro, el honor que les hacía de morir con ellos, sin advertir que lo hacía por egoísmo, o más bien dicho, por interés, para poder disponer de ellos en el cielo o en el infierno, donde creyó que también envejecería.

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