Yo solo pensaba en cómo iba a salir de esa situación

¿No les ha sucedido que, en medio de una situación sin aparente salida, se han encontrado con una persona que los ha ayudado a salir de ella? Me pasó hace poco. Pero luego, ese encuentro se transformó en una de aquellas situaciones sin salida.

Fuera del aula, un grupo de personas formaba cola. Me empiné tras ellas, queriendo verificar que los miembros de mesa ya estuvieran en sus puestos. De repente sentí que alguien tocó mi hombro y me dijo “Joven, ¿esta es su mesa de votación?”. Era una trabajadora de la ONPE que me observaba con escudriño. “Falta el secretario”. “¡Ah! ¿Yo? No, no. Solo estoy buscando a alguien” titubeé. “¿Me permite su DNI por favor?” insistió. Mientras pensaba qué responder a eso, “¡Alonso!” gritaron a mis espaldas. Reconocí de inmediato la voz rasposa. “¡Abuelito! ¿Cómo estás?” exclamé, a la vez que me giraba y le estrechaba la mano. Sorprendido y aliviado por la coincidencia, me volví hacia la trabajadora y le dije “¿Ve? Estaba buscándolo a él”. La mujer, frunciendo los labios, se marchó.

«…el hombre calvo, queriendo hacer gala de su conocimiento del mercado laboral, asentía conforme yo hablaba».

Mi abuelo lucía igual. Su cabello y su barba completamente canos y su ropa, la de siempre: un pantalón de vestir, una camisa a cuadros, un suéter de lana. “¡Caray, hombre! Qué gusto verte” dijo, mientras me palmoteaba el brazo. “¡Estás brazón! Sigues haciendo tus ejercicios”. Me sonreí. Agaché la cabeza porque, aunque todos los días iba al gimnasio como peregrino a misa, yo me sentía flaco y fofo. Esperaba que la gente alrededor no lo hubiese escuchado. “Qué sorpresa verte acá” dije. “Pensé que ibas al Melitón”. “Sí, pues” dijo, alargando excesivamente el sonido de la e. “Toda mi vida he votado en el Melitón. Ahora, a estas alturas, no sé por qué estos babiecas me han cambiado de lugar”. Fastidiado, entrecerró los ojos e hizo un ademán con el brazo. “Felizmente Raquelita se fijó por la computadora antes de salir”. Me señaló a su mujer que estaba a unos pasos de nosotros. Estaba acompañada de un hombre bajo, rechoncho, medio calvo y sonriente. “Ven” dijo mi abuelo, tomándome del brazo. “Te voy a presentar a su hermano. Ha venido de Iquitos. Está de visita. Él es ingeniero”. No recuerdo qué clase de ingeniero me dijo que era. Yo solo pensaba en cómo iba a salir ahora de esa situación. “Y, ¿qué dices pues Alonso? ¿Cómo van los estudios?” preguntó. “Él está estudiando electrónica”. Se dirigió al primo, que levantó las cejas en señal de asombro y que dijo “una carrera muy versátil” en señal de aprobación.

Mi abuelo al teléfono.

“Ya acabé” respondí, e intuyendo la pregunta que vendría a continuación, agregué: “De hecho, ahora estoy en busca de prácticas. Aparte que estoy haciendo mi tesis para poder sacar mi título”. “¡Ah, ya terminaste! Qué bueno, hombre. Me alegro. Pero en tu carrera, sí se consigue chamba, ¿no?”. Puso cara de preocupación. “Sí, sí hay” afirmé convencido. “Solo que es todo un proceso. Hay que estar atento a que alguna empresa haga una convocatoria para poder enviar el currículum. Luego hay esperar. Ahí te avisan si te han seleccionado o no. Aunque no se entra a chambear de frente, sino que primero hay que asistir a unas capacitaciones. De ahí, hay otra selección más. Es bien burocrático el asunto” culminé, haciendo memoria de lo que un compañero de la universidad me había contado. Afortunadamente, el hombre calvo, queriendo hacer gala de su conocimiento del mercado laboral, asentía conforme yo hablaba.

Mi abuelo palmoteó nuevamente mi brazo y cambió su expresión. Su sonrisa se desvaneció y sus ojos se tornaron brillosos. Los temas de conversación habituales habían culminado. Era momento de despedirse. Cuando yo aún estaba en el colegio e iba a visitarlo, cada que me preguntaba por mis estudios yo respondía con monosílabos. “Tienes que hablar más” me decía. “Si no, cuando estés buscando trabajo, te van a comer vivo”. Yo asentía. Igual que ahora, solo pensaba en cómo zafar de la conversación. Me preguntó por mi papá, por mi abuela, por mis tías. Yo respondí con dos palabras: “Están bien”. La mujer y su hermano se habían alejado de nosotros. Murmuraban algo. “Bueno” empezó a decir mi abuelo. Yo lo corté. “Ya me tengo que ir, abuelito. Justo he quedado encontrarme con mi papá para regresar juntos a la casa”. “¡Oh! Claro, claro” respondió. “Pero a ver si la otra semana paso por tu casa”. Sonrió. “Ya pues, espero que sí, hombre”. Nos estrechamos la mano y me despedí de “Raquelita” y su primo. Luego salí, pensando que la próxima sería mejor ir luego del almuerzo.


<strong>Enrique Arellano Flores</strong>
Enrique Arellano Flores

Tiene veintiséis años. Diez de ellos ha practicado deporte, siempre con peso. Primero quiso ser fisicoculturista, luego halterófilo, pero la pandemia llegó y los gimnasios cerraron. Ahora juega con unas kettlebells en la azotea de su casa. Recientemente ha incursionado en el movimiento libre, más que todo en patrones de locomoción animal. Según él, imita el andar de chimpancés, babuinos, gorilas. Cuando era chibolo, su viejo le decía “Tú eres el eslabón perdido de la evolución”. También le decía que tenía que estudiar una carrera. Estudió ingeniería y aparte llevó cursos de musculación y cosas relacionadas. Pensaba “No voy a terminar trabajando ocho horas sentado en una oficina”. Ahora se las pasa sentado en su cuarto escribiendo, leyendo y editando. Pero espera algún día pasárselas con una cámara en la mano y al costado de una manada de ballenas.

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