¿Has tenido que viajar y dejar atrás a tus mejores amigos? A Andrea le tocó hacerlo y nos cuenta su experiencia.
Tenía un pensamiento recurrente y preocupante en mi cabeza: ¿Cómo les contaba a mis amigas que en menos de un mes tenía que regresar a Perú, pero esta vez para quedarme a vivir?
Uno de mis mayores miedos en esta nueva etapa era quedarme sola. Siempre he sido muy tímida. Entablar relaciones nuevas me ha costado un montón, tanto, que mis mejores amigas (con quienes tengo un lazo que va más allá de lo inexplicable) las hice de grande, producto de que se acercaban a mí tratando de entablar conversaciones de lo que fuera, como el tiempo, las tareas, los demás compañeros, etc., a pesar de que siempre respondía con monosílabos y muy seria. Fueron muy persistentes. Tal vez vieron cualidades en mí que yo ni sabía que existían. Ellas son prioridad y una parte muy importante de mi vida.
Volví a Argentina un veinte de diciembre. Tomé mis valijas y salí del avión. Junto a mi familia las vi. Estaban paradas esperándome con un cartel gigante en rosa con varias flores del mismo color, en el que se leía “Bienvenida Andre”. Corrieron a mi encuentro y entre felicidad y lágrimas, me ahogaron con sus abrazos y mil preguntas: “¿Estás bien?”, “¿Dormiste?”, “¿Comiste?”.
De manera automática comenzaron los chistes.
—¿Vos podés creer negra que no me dejaron llorar? —exclamó Joha bastante enojada entre las risas del resto—. Estaba emocionada por tu regreso y esta — señalando a Débora— me retó por llorar antes de tiempo.
La conversación sigue y yo siento que estoy en casa. Regresar complica la situación. Debo darles la noticia sin demoras. No les puedo mentir, ya que se me notará en todo el cuerpo que algo no anda bien. Ellas se darán cuenta con solo verme. Elijo mi cena de bienvenida para darles la noticia.
El tumulto de emociones que rondaban por mi cuerpo es indescriptible. Frente a mí estaban mis cuatro mejores amigas: Débora, Gisela, Johana y Paula.
Débora es probablemente la persona más fuerte que conozco. Desde muy chica le tocó afrontar duros retos, como sus más de veinte operaciones y pasar sus primeros años separada de gran parte de su familia. Estos retos la hicieron convertirse en una guerrera. Tiene una armadura de hierro, no solo para resistir todos los golpes que le da la vida, sino también para proteger a los que quiere, ya sea de una profesora que te puso una mala nota, de alguien que te trata mal (como un ex) o para reclamar tus derechos como mujer. Todavía recuerdo las palabras que le dijo a la profesora de química en tercer año. “¡No estoy de acuerdo con su nota! Está siendo injusta, debería cambiarla” reclamó eufórica, mientras la señora Fernández, Gisela y yo (con lágrimas en los ojos por mi primer cinco en la vida) la mirábamos atónitas. Además de esto, le encanta liderar y tener todas las situaciones bajo control. Es muy difícil hacerla cambiar de opinión. Cuando se le mete algo en la cabeza, no para hasta conseguirlo.
Gisela está siempre con una sonrisa de oreja a oreja, con solo mirarla te sentís bien. Tiene una risa que muchas veces causó que los profesores nos llamaran la atención en clases, ya que se escucha a mil metros a la redonda. Ella es la mamá del grupo. No te faltarán los abrazos, los besos ni las palabras de cariño sincero si ella está cerca. Es súper colgada y siempre está con mil emprendimientos, como la venta de ladrillos, de castillos inflables y de juguetes y zapatillas, pero a pesar de eso cuida de todas. Se asegura de que estemos bien. Nos recibe en su casa para tomar unos mates o cocinarnos algo rico, mientras hacemos catarsis de los malos jefes, nuestras jornadas de estudio o nuestras parejas.
«Las veía frente a mí felices, y yo les iba a dar otra sacudida emocional».
Johana, la flaca, como le decimos de cariño, es la más loca del grupo. Es osada. Siempre se encuentra en la búsqueda de algo mejor, pero por sobre todas las cosas, es divertida. Como buena médica frustrada, se da cuenta cuando algo pasa y tiene la receta para hacerte sentir bien. Llevo en mi memoria una tarde en la que nada me había salido bien y, sin razón alguna, me mandó un audio diciéndome lo siguiente: “Seguramente no te reportaste en toda la tarde porque andas triste. Deja todo lo que estás haciendo, pégate un baño, come algo rico con un vino y anda a dormir. Mañana todo va a estar mejor”. Lo dijo en un tono imperativo en el que no dejaba lugar a la negativa, por lo que no me quedó más remedio que hacerle caso. Sus bailes y anécdotas convierten cualquier llanto de tristeza en uno de risa.
Pauli es la más pequeña del grupo, pero ni bien la escuchas hablar, te das cuenta de que la madurez que carga es producto de lo que vivió y no de los años que tiene. Dueña de una voluntad de hierro, logró conseguir y forjar su destino superando la historia pesada que la acompañó desde pequeña, poniéndose sus propios límites y metas cuando los de sus padres estaban un poco borrosos. Ella es leal y sincera. No puede mentir y es tan transparente, que los enojos, así como el cariño que te tiene lo demuestra con cada fibra de su ser. Es muy expresiva con su cuerpo y sus gestos. Si está enojada, se le arrugan las cejas, tensa la cara y cruza los brazos cual niña pequeña. Si quiere decir una mentira, al mirarla a los ojos se comienza a reír y en un par de segundos te dice la verdad.
Las veía frente a mí felices por el reencuentro, felices de verme después de seis largos meses alejadas, y yo les iba a dar otra sacudida emocional.
Tenía miedo a su reacción inicial. Temía que me dijeran que estaba equivocada y que me iba a arrepentir, que no lo aceptaran o que se enojaran conmigo. Fue más difícil contárselos a ellas que a mi propia familia. Se los dije temblando, la voz se me quebraba y estaba a punto de llorar. Traté de incluir todas las cosas que me gustaban y por las que mi decisión era la mejor:
“El lugar es hermoso, tengo el mar a cuatro cuadras de mi casa”, “Me siento súper bien, feliz, la gente es muy amable”, “La comida es muy rica, tienen unos postres que cuando los prueben se van a morir”, “No saben lo que son los shoppings, son manzanas enteras de tiendas, ¡una locura!”
Solté todo a borbotones, sin darles mucho tiempo a asimilar nada. De repente, todo quedó en silencio. El bullicio que siempre acompaña nuestras reuniones quedó apagado. Esperé, y vi cómo cada uno de sus rostros se fue transformando. Intriga, sorpresa, felicidad y orgullo. Aunque solo fueron unos segundos, para mí pasó una vida entera. Finalmente, cuatro pares de ojos me miraron.
Débora fue la primera en reaccionar. “Ya sabía que esto iba a pasar. Cualquiera que conozca lo buena que sos no dudaría en trabajar con vos. Estoy muy orgullosa” dijo, haciéndose la fuerte y mirando al resto, como desafiándolas para que no dijeran lo contrario. Joha se levantó y, haciendo una voz súper graciosa y más gruesa que lo normal, se acercó a mí mientras me decía “Estoy muuuy feliiiiz por vos amigaaaaaaa”. Al tiempo que arrastraba las palabras, movía el cuerpo bailando. Pauli no paraba de llorar. Me contagió el llanto y Gise corrió a darme un abrazo y a decirme lo mucho que me quería.
«Sé que ahí van a estar, esperándome con los brazos abiertos, ya sea para reencontrarnos o para dejarme volar».
Pronto todas nos fundimos en un solo abrazo. Los chistes, las risas, el llanto y el bullicio se mezclaron en uno solo y supe que todo iba a estar bien. El apoyo que me dieron en ese momento es una de las cosas que siempre quedarán grabadas en mi corazón.
Gracias a ellas aprendí que la distancia es relativa. Están en todo momento y lugar conmigo: festejaron mi cumpleaños por videollamada, lloraron conmigo cuando la enfermedad de mamá volvió, planean sus vacaciones en Perú, hacemos gimnasia juntas todos los días… La lista podría seguir de forma interminable.
Por más que estemos muy lejos físicamente, las siento a mi lado y en mi vida. Esta es una etapa más, una aventura nueva, que ya no asusta porque sé que no estoy sola. Sé que ahí van a estar, esperándome con los brazos abiertos, ya sea para reencontrarnos o para dejarme volar.