Éramos demasiado jóvenes para entender que todo el desenfreno que vivimos el primer año no iba a durar para siempre

Una chica se encuentra con su expareja luego de más de un año, y ha estado ocultándole un secreto… ¿Se lo revelará?

I

Después de tantos meses de soledad e introspección, de sentir su ausencia a flor de piel, al fin pude volver a tocar sus ásperas manos, sus ardientes mejillas y su cabello rígido por el gel. Hacía 375 días que no me paraba frente a sus ojos color café ni olía el aroma frutal que emanaba de su pequeño y ancho cuerpo, robusto y resistente como el de un toro. Aunque había sido mi decisión alejarme por completo de Fernando, todavía guardaba sentimientos hacia él, y al tenerlo cerca una lluvia de pensamientos comenzó a invadir mi mente. No estaba segura de cómo le revelaría una noticia tan delicada que transformaría su vida en instantes.

Tampoco estaba segura si lo extrañaba a él —tenía una dualidad interna muy fuerte: a veces me mostraba una personalidad dominante cargada de ira y vehemencia; otras, una más afable guiada por la nobleza y la generosidad—, o si sentía un aferro hacia sus mimos, su atención absoluta, su devota pasión hacia mí y la infinita ternura con la que me envolvía al mirarme, mientras sus febriles manos me acariciaban y expedían fuego.

Sentirme amada, sí, eso era todo lo que anhelaba, pero no estaba dispuesta a pagar un precio tan alto por ese amor tan desmedido y exigente. No quería aceptar las espinas que poco a poco fui encontrando en su corazón. ¿Para qué meterme en ese lío emocional? Ambos evitábamos el dolor a toda costa y queríamos maximizar nuestros placeres, sobre todo los más carnales. Cada fin de semana uníamos nuestras almas para gozar con mucha intensidad cada momento que nos regalaba el universo. Era nuestro escape, nuestra fórmula para destruir todo tipo de rutina, toda tortura inevitable que debíamos soportar durante cada semana. Hoy podíamos estar aquí, pero mañana quién sabe.  

Durante el año que estuve en España, algunas veces lo recordé con amargura y otras con afecto. Me había enseñado tantas valiosas lecciones que no podía borrarlo de mi mente. Los buenos y malos recuerdos de nuestros momentos en pareja estaban tan entrelazados que era imposible separarlos. Cuando lo conocí, él me ofreció una nueva mirada del mundo, una más visceral y hostil en donde “matas o te matan” —en sentido figurado, claro está—, y en donde la frase “piensa mal y acertarás” primaba. Fernando disfrutaba romper las normas y desafiar límites. Para él no existían imposibles y siempre se las ingeniaba para encontrar un asiento en un bus repleto, o un boleto extra para los conciertos a los que nos gustaba asistir. Dentro de su pensamiento no había espacio para la represión, la duda o el aburrimiento. Era obstinado y testarudo. Quería que las cosas se realizaran a su modo —así estuviera equivocado— y no aceptaba un no como respuesta.

Una de las cosas que más nos enganchó fue la música. Ambos teníamos gustos musicales similares, sobre todo por bandas de rock peruano reconocidas, como Los Mojarras o Amén, y también por grupos independientes que estaban teniendo mayor despegue en la escena, como Tourista, Los Olaya Sound System y La Nueva Invasión. Sus canciones se convirtieron en el soundtrack de nuestra relación, junto a otras muy específicas como “El lado oscuro del corazón” de Jarabe de Palo. Le prestábamos especial atención a cada simbolismo, y éramos uno solo con cada instrumento en cada canción. Era nuestro lenguaje, nuestro código; nos hablábamos a través de la música y solo nosotros comprendíamos todo lo que representaba.

En ese tiempo, si no hubiera sido por él, su enérgico espíritu y la esperanza que me brindó su amor —que decía ser incondicional— ya habría soltado las riendas de lo único que era seguro en mi vida: mi trabajo. Era demasiado buena en lo que hacía, pero sentía que ya no podía seguir creciendo más. Redactar para una revista digital tenía muchos beneficios: mis textos eran leídos por millones de personas, podía trabajar desde la comodidad de mi hogar, no sentía una excesiva presión y, sobre todo, tenía mucha compresión y apoyo cuando tenía alguna emergencia o me sentía mal de salud. Sin embargo, no me satisfacía, no llenaba mis necesidades, no alimentaba mi espíritu curioso, rebelde y ansioso por descubrir el mundo y comérselo de un solo bocado. Mi creatividad y mi instinto se estaban desgastando y me recordaban a menudo que ese no era el camino. Tenía la cabeza hecha un lío. Mi mente saltarina se enfrentaba ante una nueva crisis existencial, y mi alma carente de rumbo recolectaba experiencias tratando de encontrar ese propósito, esa razón por la que había sido creada y traída a este mundo, a este país, a esta familia. Sabía que nada era casualidad en esta vida, y que si seguía escarbando en las profundidades de mi ser y mi linaje podría hallar las respuestas a las decenas de preguntas que invadían mi mente a diario. ¿Hallaría por fin mi propósito de vida? ¿Lograría sanar las heridas de mi infancia? ¿Encontraría al fin un balance emocional en mi vida? ¿Dejaría de sentirme insatisfecha con la vida?

II

En medio de esa incertidumbre, de esa reestructuración personal y de esa vorágine de pensamientos, que me interrogaban sobre mi pasado o futuro, conocí a Fernando. Era un completo desconocido cuando se paró delante de mí y me miró con cierta picardía.

—Hola, disculpa que te interrumpa, ¿sabes si esta es la ruta para bajar a la playa? —Me señaló un camino lleno de tierra.

—Hola —dije con voz dubitativa—. No lo sé, es la primera vez que vengo por aquí.

—Oh, entiendo. Gracias de igual forma. —Vaciló unos instantes y luego continuó—: No quiero ser impertinente, pero no pude evitar acercarme. Tu figura me cautivó al estar encima de esta gran roca con el sol posándose sobre tu espalda.

—Me gusta contemplar el mar y meditar. Vine también para ver el atardecer —respondí con frialdad.

—Si gustas te puedo acompañar. —Abrió su mochila y me mostró todas las latas de cerveza y energizantes que llevaba—. ¿Deseas algo de beber?

—Eh… por ahora no, gracias.

—Descuida. —Destapó una cerveza y emitió un gran suspiro—. ¿Puedo acompañarte?

—Supongo que sí.

No estaba segura si era la mejor decisión, pero tampoco quería quedarme con la intriga del “¿Qué hubiera pasado si?”. Fue un sábado de enero, un día en el que bajo otras circunstancias estaría en casa trabajando, pero ese día había pedido permiso para irme al Apu Sikay. Sin embargo, me habían cancelado, y para no quedarme sin planes, armé una cita conmigo misma. Había encontrado un lugar alejado de la gente y me sentía a gusto entre la soledad y el mar, mis pensamientos y la naturaleza. No entendí por qué dejé que se interpusieran en mi espacio y tiempo. Solo después de un año comprendería que había algo de predestinación y que todo tenía que suceder tal como fue.

«Había encontrado un lugar alejado de la gente y me sentía a gusto entre la soledad y el mar, mis pensamientos y la naturaleza».

Después de una hora conversando sobre lugares a los que nos gustaría viajar, bandas favoritas, estudios y otras cuestiones banales, el cielo comenzó a oscurecerse y una fuerte corriente de aire me hizo tiritar. Era una señal de que ya era hora de irme.

—Si me permites, te puedo llevar a tu casa más tarde. Tengo un amigo que vendrá a recogerme en su auto.

No recuerdo dónde quedaron las palabras de mi madre sobre no hablar con extraños o confiar demasiado rápido en las personas. Vacilé unos instantes, pero luego me dejé llevar por mi terrible curiosidad, y nos fuimos caminando para comprar un par de botellas de agua antes de llamar a su amigo. ¿Qué habría dicho mi madre si se hubiera enterado de que acepté su propuesta? ¿Acaso no tuve miedo? Por supuesto que sí, incluso llegué a creer que me querían raptar cuando el carro comenzó a acelerar mientras un patrullero se hallaba en el carril de al lado. Más aún cuando insistió en que fuéramos de viaje a Marcahuasi, un santuario de bosques, montañas y piedras.

—Ara, ¿alguna vez has acampado? Mi primo está organizando un viaje a Marcahuasi este fin de semana. Él conoce la ruta para llegar hasta allí y tiene dos carpas. Puedes invitar a una amiga también. Dicen que es un sitio místico y por las noches el cielo se ve hermoso junto a las estrellas, pero eso sí: hay que abrigarse bien porque tiene una altura de 4000 m s. n. m.

Mientras escuchaba su propuesta, solo pensaba en llegar a mi destino. Aunque él era muy convincente y se veía muy seguro de lo que decía, una voz en mi interior me decía que aún era demasiado pronto para hacer planes. Probablemente me estaba sugestionando demasiado, pero al subir al carro mi mente no paró de pensar en lo peor. ¿Paranoia o sensatez?

Al cabo de media hora aparecimos en la esquina de mi casa y comprobé que todas mis sospechas eran infundadas. Estaba a punto de despedirme con un beso en la mejilla, cuando me acercó hacia su rostro y presionó sus labios contra los míos sorpresivamente. Poco a poco su lengua comenzó a moverse con agilidad, y no me dejó otra opción que corresponder a su invitación.

—No te vayas aún. Quiero cerciorarme de haber anotado bien tu número. —Comenzó a llamar, pero mi teléfono seguía en silencio.

—Te lo repito de nuevo. —Después de corregirlo me envió un mensaje.

—Gracias por tu compañía, hermosa. Espero verte pronto.

Solo atiné a sonreír y me volteé con rapidez sin que se diera cuenta. Había que procesar mucha información, y analizar si realmente era la persona que decía ser. ¿Tenía buenas intenciones? ¿Debía confiar en él? ¿Me enamoraría?

III

Jamás pensé que este episodio sería el inicio de una larga travesía. Pensaba en la leyenda del hilo rojo: nuestros destinos se habían entrelazado y por alguna razón él había aparecido en mi vida y yo en la suya. De entre millones de personas y cientos de posibilidades habíamos coincidido una tarde de verano. ¿Qué razón había para que nuestras almas se hubieran encontrado un día cualquiera? 

Éramos demasiado jóvenes para entender que todo el desenfreno que vivimos el primer año no iba a durar para siempre. Y poco a poco, cuando la pasión se fue apagando y la intensidad de emociones y aventuras dejó de gobernar nuestras vidas, empezamos a desmerecer al otro, rechazando sus virtudes y priorizando sus defectos.

Nuestra historia había estado marcada por episodios álgidos y emociones tan intensas, que podíamos pasar de la alegría a la tristeza en un solo instante. Todo estaba tan entremezclado que me era difícil separar lo bueno de lo malo. Algunos días, la felicidad podía embargarnos de emoción, y otros, abandonarnos por completo, para dejar como protagonistas a la desidia, la desolación y las lágrimas.

¿Por qué no era capaz de entender mi sensibilidad? Cuando teníamos un conflicto él actuaba de manera hostil y fría. Prefería alejarse y no hablarme. Eso me irritaba aún más porque sentía que no le daba importancia a lo que sucedía, y que, peor aún, ignoraba mis reclamos. Al principio yo no comprendía que lo hacía para no estallar en frente de mí. Después de algunas sesiones con la psicóloga supe que no debía presionarlo, que no siempre se podía solucionar el problema al instante. Era mejor esperar y no forzar. Pero eso lo aprendí a las malas, con mucho sufrimiento bajo el método ensayo y error. Cada vez que intentaba acercarme a él en momentos de tensión, terminaba sintiéndome peor y derramando lágrimas innecesarias. Muchas noches lloré en la oscuridad de mi habitación, a solas y en silencio, ahogando mi llanto para que nadie se enterara de mis penas, sin esperanza de recibir consuelo alguno.

¿Será que nunca estuvimos hechos el uno para el otro y solo estábamos destinados a sufrir, a chocarnos una y otra vez cuando la impulsividad se volvía latente? Las peleas se volvieron cada vez más frecuentes y ya no podíamos ponernos de acuerdo ni siquiera en asuntos cotidianos y sencillos, como elegir el transporte o el restaurante. El amor se fue desgastando con cada quiebre, cada confusión, cada distanciamiento emocional y cada ruptura que ponía de manifiesto todas nuestras diferencias, aquellas que no son tomadas en cuenta cuando las hormonas del enamoramiento comienzan a generar efectos sobre nuestro cerebro.  

«Cuando la pasión se fue apagando y la intensidad de emociones y aventuras dejó de gobernar nuestras vidas, empezamos a desmerecer al otro, rechazando sus virtudes y priorizando sus defectos».

Nunca he sido buena con las despedidas ni he hallado las palabras correctas en el preciso momento, así que aquella noche de invierno tomé un gran suspiro, y expulsé todos los sentimientos y pensamientos que llevaba reprimiendo hacía semanas.

—Me voy de viaje por un año a estudiar y trabajar a España. Conseguí una pasantía y tengo algunos familiares allá que me apoyarán con el alojamiento. Sobre nosotros… hace tiempo que lo estuve pensando y ya no puedo seguir más contigo. Ambos sabemos que lo nuestro ya no está funcionando —le dije desviando la mirada.

Cada palabra mía fue como una puñalada. Sus ojos comenzaron a brillar con la luz de la luna, y poco a poco fue soltándome la mano que me había sostenido con firmeza. Comenzó a reprochar mi decisión, a tratar de persuadirme. Me habló de su lealtad e incondicionalidad durante todos estos meses, a pesar de mis errores y mis defectos.

—Mientras yo sigo luchando y tirando la cuerda de esta relación, tú solo quieres huir —me dijo con tono hiriente. Después de unos segundos prosiguió con una mirada inquisitiva y febril—: En fin, si estás segura de que quieres hacerlo… Solo recuerda que cuando entierro a una persona y la arranco de mi vida es definitivo. Después no hay marcha atrás.

Me sentía nerviosa, no pude sostener la mirada por mucho tiempo. Se me atoraron las palabras en la garganta y me fui corriendo entre lágrimas. Solo quería desparecer y dejar de pensar, pero no podía. Mientras mi corazón latía a mil por hora, mi mente se formulaba nuevos cuestionamientos. ¿Había tomado la mejor decisión? Sabía que ya no quería quedarme en un lugar en el que ya no me hallaba, en el que acababa lastimándome o lastimándolo a él por sus actitudes hostiles y sus silencios, sus hermetismos y egoísmos que terminaban siempre con un dolor en mi pecho. ¿Acaso debía conformarme con caricias tibias y besos sin pasión solo por no tener que empezar desde cero con una nueva persona, solo por tener un vínculo de confianza y complicidad ya establecido? ¿Quién carajos se creía él para decirme lo que estaba bien o no? Los rezagos del amor que alguna vez nos tuvimos todavía servían de abono para mantener en pie el compromiso, y la promesa de luchar hasta el último aliento. Pero si la tierra ya se hallaba infértil, ¿qué podía hacer? 

Las diferencias pesaban cada vez más y las discusiones eran un dilema de nunca acabar, había una lucha de egos y una pugna por determinar quién tenía la razón. Ninguno de los dos quería ceder. Las peleas cotidianas tenían que ver con mis indecisiones o mi falta de criterio ante situaciones tontas como reclamarle al cobrador del bus por cobrarme de más, o alzar la voz o darle la contra frente a otras personas. Si me ponía terca o no confiaba en él lo suficiente para seguirlo a pesar de no entender sus razones, sus ataques de ira comenzaban. Era insoportable ver cómo podía transformar su genio en un dos por tres, tener que lidiar con esa bipolaridad, y esperar a que se tranquilizara para entablar una conversación. Sabía que Fernando no tenía intención de herirme con sus palabras, él no era malo, pero no podía controlar su temperamento y ya no podía permitir que se repitiera la misma escena una y otra vez. No estaba segura si él cambiaría. No me daba certeza alguna. Era momento de ponerme a mí en primer lugar, dejar de posponer mis objetivos y mis aspiraciones. Soltar aquel viejo amor y aquella vida bohemia llena de frenesí que alguna vez me hizo feliz. Sabía que no podría construir el futuro que tanto anhelaba sobre aquellas bases formuladas sobre la inestabilidad. Todo lo que habíamos vivido formaba parte de una etapa y ahora estaba lista para madurar, y centrarme en mi futuro profesional y crecimiento personal. Tenía que decirle adiós. Era momento de crecer. Él no lo comprendería ahora, pero quizá algún día me lo agradecería. Necesitábamos tomar distancia para florecer, cada uno a su ritmo, sin prejuicios o condicionamientos, en total libertad. Era tiempo de tomar las riendas de mi vida.

IV

Jamás imaginé encontrármelo el día de mi regreso. Después de un año de aquella despedida en la que cerramos un capítulo, al fin volvía a tenerlo cara a cara. Me costó algunos minutos superar la avalancha de pensamientos y emociones que se apoderaron de todo mi ser, pero luego de meditar y analizar un poco la situación, supe que había llegado el momento de contarle toda la verdad a Fernando. Ya lo había decidido, pero no quería que fuera así, de una manera tan improvisada. Lo peor era que no sabía cómo reaccionaría. No sería capaz de mentirle a los ojos. Noté que él ya me había reconocido a lo lejos, porque no dejaba de mirar para el lugar en el que me encontraba. Parecía que también se estaba armando de valor. 

—Hola, cuánto tiempo ha pasado, te ves muy cambiado… —me apresuré a decir con voz temblorosa.

—Hola, Aria. Sí, no sabes cuánto esperé este momento. Mi vida cambió demasiado desde que te fuiste. Y quiero que me perdones por lo que te dije la última vez, estaba muy dolido. Perdóname —dijo casi suplicando—. No debía presionarte, no sabes cuán arrepentido estoy de tantas actitudes poco asertivas que tuve.

—Eso ya es parte del pasado. A veces decimos cosas que no sentimos en verdad. Yo también no tuve las mejores palabras… Oye, mira, creo que este no es el mejor momento para hablar. ¿Qué te parece si quedamos otro día?

—Sí, entiendo. Disculpa que haya venido sin avisar, pero quería sorprenderte. ¿Estás esperando a alguien?

Estaba metida en un dilema terrible, y debía resolverlo en cuestión de segundos porque a lo lejos veía cómo mi hermana —que había venido a recogerme del aeropuerto— volvía con mi pequeña Ebba en brazos.  ¿Cómo explicarle que era su hija? No, él sabría de inmediato con tan solo verla. Estaba segura. ¿Cuál sería su reacción? ¿Me haría un escándalo en medio del aeropuerto? ¿Acaso tendría que volver a vivir aquellos episodios cargados de ira y resentimiento? ¿Ese sería mi castigo por no habérselo contado? Cerré los ojos preparándome para lo peor, pero esperando lo mejor.

«Era tiempo de tomar las riendas de mi vida».

—Sí, ahí viene mi hermana y la verdad estoy muy cansada por el viaje.

Apenas llegó mi hermana, sus ojos se llenaron de lágrimas y sostuvo a Ebba entre sus brazos con mucha delicadeza,  como si se tratara de la flor más hermosa de su jardín, y le mostró una sonaja que le había comprado. Me quedé atónita. ¿Cómo lo sabía? ¿Acaso no me odiaba? ¿Me había ahorrado la escena llena de drama y reclamos? Cuando me enteré de que estaba embarazada, ya estaba en España, y me había prometido a mí misma no tener ninguna comunicación con Fernando. Sabía que, si le contaba en ese momento, habría sido capaz de hacerme regresar o incluso seguirme hasta España. Ninguna opción era viable para mí, así que decidí criarla junto a mi tía y mi familia que me acogió en su casa. Ellos me ofrecieron todo su apoyo y al menos pude terminar de estudiar. Pero ¿cómo Fernando había sido capaz de comprender toda mi historia?

—Tu hermana me llamó hace un par de semanas avisándome que regresarías. Me explicó todo lo que viviste en España, todo lo que tuviste que luchar y sacrificar para cuidar a Ebba. No sabes cuánto te admiro por haberla criado tú sola y tan lejos. Aunque cada día me dolía en el alma tenerlas lejos, sabía que era por un bien mayor y solo me tocaba esperar.

A pesar de que mi hermana había tomado esa decisión sin consultarme, no estaba molesta con ella. Me había ahorrado la tarea de enfrentarme a Fernando, de quien temía una reacción negativa o impulsiva. Verlo tan cambiado me dejó perpleja, parecía una nueva persona. Lo sentía más ligero, sin aquella pesada carga energética y esa maleta de preocupaciones que llevaba cuando estábamos juntos. Tenía un mejor semblante y hasta había bajado de peso. Se veía muy confiado como cuando lo conocí, decidido a luchar por una nueva oportunidad. Sonreí en mi mente y lo abracé con tanta fuerza que lo dejé sin aliento. Estaba lista para escribir un nuevo capítulo en nuestro libro, solo que esta vez nosotros ya no seríamos los protagonistas. Miramos con ternura a nuestra Ebba, y con una sonrisa cómplice nos acercamos a ella para besarla en ambas mejillas.


Aracely Alejos
Aracely Alejos

Es periodista y voluntaria cultural. Le apasiona el arte, el baile y la poesía. Usa la escritura como arma terapéutica para liberar la voz que nace de sus entrañas. Confía en su instinto y deja que las palabras le sanen el alma.

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