Cuando no lograba conciliar el sueño conversaba con su cuaderno

Los aeropuertos son escenarios de infinitas posibilidades para una historia. En esta conocerás los pensamientos más recónditos de un chico que mira a otro chico. ¿Alguna vez te has enamorado en un viaje por avión?

Juan Manuel sentía su cabeza estallar por en poco tiempo que había dormido. Tenía esa obstinada costumbre de hacer su equipaje horas antes de partir. Como todas las veces, pensó que le tomaría solamente un par de horas, pero no fue así, terminó haciéndose un mundo, y es que tomar decisiones de manera espontánea era algo que aún no había podido alcanzar. “Este sí… uhm… este también. No, mejor no. ¿Y si hace frío? Está bien, también lo llevo”.

Empezaba googleando el clima de la ciudad a la que iba, echaba todos los posibles outfits sobre su cama para luego decidir cuál si y cuál no. Dentro de su maleta no podía existir desorden, la dividía imaginariamente en secciones y toda prenda dentro de ella debía estar muy bien doblada o enrollada.

Entre esta ardua toma de decisiones y su manía por el orden, estaba su celular. Dependía emocionalmente de él. Su imaginación tenía latente el sonido de las notificaciones, era una gran desilusión cuando lo revisaba y no encontraba nada. Aquella noche tuvo mucha fuerza de voluntad para olvidarse de él. Lo tomó cerca de la una de la mañana, cuando sintió que su equipaje iba ya en un cincuenta por ciento.

Presionó el botón de desbloqueo, digitó su contraseña, deslizó y observó: @mario_romero ha comentado tu foto. “¿Mario Romero?, ¿Quién es Mario Romero?” y leyó: “El sol siempre nos mostrará las personas más bellas que existen, y en esta foto tuya él no mintió”. Sonrió desde adentro. Si había algo que lo llevase a flotar por los cielos era esto, que le dediquen palabras en forma de poemas. Automáticamente le devolvió el follow y le respondió con un “gracias” y regresó con su equipaje, doblando y enrollando, quitando y agregando, y otra vez, doblando y enrollando.

“Este sí, este no. Voy a probarme esto para ver cómo me queda…Ya, sí, este también”. Este juego duró hasta cerca de las cuatro de la madrugada, lo último que eligió fue su vestimenta para el día siguiente o más bien, para las horas siguientes. Programó la alarma para que sonara a las seis.

«El vuelo a Ciudad de México partía a las 08:25 a.m. Había escogido ese horario porque era el único que le permitía librarse de sus compañeros de oficina…»

El tiempo avanzaba. Willy, el conductor del transporte al aeropuerto, no decía nada. Recién estaban entrando por la avenida La Marina. El cielo gris pulverizaba con chispitas de agua. La gente ya subía y bajaba de los buses como si fuesen hormigas y Juan Manuel, con el ritmo cardiaco acelerado, se tronó los dedos de las manos y luego posó su mentón y empujó hacia la derecha y hacia la izquierda, dando un ligero alivio a los músculos del cuello. Le quedaban quince minutos para llegar.

El vuelo a Ciudad de México partía a las 08:25 a.m. Había escogido ese horario porque era el único que le permitía librarse de sus compañeros de oficina —aparentar ser otra persona no lo dejaba en paz, sentía una incomodidad multiplicada por mil al tratar de esconderse con respuestas falsas— La reunión trimestral de trabajo estaba programada para una semana y ya suficiente iba a tener con las preguntas y comentarios que sabía vendrían dentro de los almuerzos y las cenas junto a ellos: “¿Ya con flaca?” “No, por ahí había una, pero no pasa nada”. “Oe, mira, mira, que rica está esa chica”. “Habla, ¿le vas?”

Bajó del auto a las 07:17 a.m. Su miedo por perder el vuelo lo hizo correr. “Permiso, por favor, disculpe”. Felizmente, la fila para dejar las maletas de la clase ejecutiva estaba vacía.

Llegar justo a tiempo para dejar las maletas en la bodega, un alivio.

—Tiene suerte, señor. Cinco minutos más y la puerta de la bodega se cerraba—le dijo la señorita del counter, sonriéndole con sus ojos celestes.

Ya estaba acostumbrado a que le dijeran señor. Tenía la certeza de que no era por su apariencia, más bien había aprendido que era una muestra de respeto de los demás hacia su persona.

—¡Qué alivio! Pensé que ya no llegaba —dijo, guardando su pasaporte en el compartimento más pequeño de la mochila.

Su experiencia le advirtió que solo contaba con veinte minutos para llegar hasta la puerta 23 y abordar. Quince de ellos se le fueron en la zona de control y seguridad. No tuvo tiempo para detenerse en los perfumes del Duty Free. “Al menos hoy no gasté en algo innecesario” se dijo. Sus pantorrillas se quejaron por ir a un paso acelerado. “Por favor, por favor, que aún estén embarcando”, pensaba. Llegó. Su petición había sido escuchada, fue el penúltimo en subir al avión.

¿Alguna vez te pasó que alguien ocupó tu sitio en un avión?

—Disculpa, estás en mi asiento—mostrándole el boarding pass a ese chico cuya mirada se perdía a través de la ventana.

—Em… sorry, no me di cuenta—respondió confundido, dejando caer su celular al ponerse de pie.

Juan Manuel, tenía pensado dormir en todo el viaje, pero a sus 32 años ya se conocía lo suficiente. Cuando no lograba conciliar el sueño conversaba con su cuaderno. Ahí encontrabas desde un “Qué bonito ha sido hablar con tal, me ha dado mucha tranquilidad” hasta un “No sabes las ganas que le tengo al señor de recepción, cómo quisiera hacerlo mío”. Nadie más podía tocar ese cuaderno, era su tesoro.

«Cerró los ojos y sin querer vio en su mente a este chico que le había robado su asiento. Escuchó el tono apagado de su voz y recordó su sutil torpeza cuando se le cayó el celular.»

Antes de guardar a su mochila en la cabina A-3, tomó su cuaderno y su lapicero y pidió permiso para pasar a su sitio recuperado, se sentó, se quitó las zapatillas blancas, se abrochó el cinturón de seguridad y espiró el aire tensionado que llevaba por dentro. Cerró los ojos y sin querer vio en su mente a este chico que le había robado su asiento. Escuchó el tono apagado de su voz y recordó su sutil torpeza cuando se le cayó el celular. “Igual, está lindo”. Este chico lucía un cuerpo trabajado sin exageración, con hombros algo anchos y pectorales en formación, de 1.74 metros de estatura, de cabellera negra recién pasada por las manos de un barbero, de orejas pequeñas como las de un bebé, y de nariz recta como la pendiente de una montaña sin accidentes.

“Mamá, ya vamos a despegar. Te aviso cuando llegue”, “Te quiero mucho”, escribió por WhatsApp. Puso su celular en modo avión y lo guardó en el bolsillo izquierdo de su pantalón, y como todas las veces, inició su ritual para quedarse dormido colocando su mirada en la ventana. Ahí encontró reflejado al chico de su costado. Aparentemente, lloraba mientras observaba algún contenido en su celular.

—¿Le ofrezco algo, señor? ¿agua, vino, jugo de naranja? —interrumpió la aeromoza dejando dos porciones de frutos secos que incluían maníes salados, almendras tostadas, pistachos y semillas de girasol sobre el compartimiento que se extendía de los reposabrazos.

—Estoy bien así, gracias —respondió el muchacho tratando de esconder su llanto silencioso con una sonrisa muy bien construida.

—¿Para Ud., señor? — preguntó con gracia la aeromoza.

—Para mí vino, por favor — respondió Juan Manuel mirando hacia su costado derecho.

Juan Manuel aprovechó este momento para observar a su compañero de asiento, se fijó en sus cejas pobladas, en sus pestañas grandotas. Una barba muy bien cuidada, al ras de su rostro, pareja, recortada a la perfección, le quedaba tan bien con sus labios que parecían tener la textura de masmelos recién mordidos, con el tono bronceado generado por la melanina de su piel, y esta, tan firme como si estuviese llegando a la madurez. “Debe tener unos 27 años” pensó.

Cuando pasó a sus manos, tuvo una sensación extraña, como si alguien lo hubiese descubierto. Alzó la mirada y confirmó que él ya no era el observador, sino el observado. Por menos de un segundo los iris de ambos hicieron una conexión. Juan Manuel sintió que le brotaba sangre hirviendo por la cara. No enfrentó, se refugió nuevamente, enviando su mirada a la ventana y para disimular el mal momento abrió su cuaderno y escribió:

16-07-2018

Para el chico que se robó mi asiento en un avión:
Quiero ser el chocolate que se derrita en tu boca (ni siquiera sé si te gustan los chocolates, pero ¿a quién no? podría ser cualquier otra cosa con tal de mezclarme con tu salivación). Quiero ser también la toalla que seca tu sudor y la sábana que roza tu cuerpo todas las noches.

La aeromoza regresó para llevarse la copa de vino vacía y los dos recipientes de frutos secos casi intactos. El avión empezó a moverse en dirección a esa pista final desde donde despegaría. Juan Manuel dejó su cuaderno a su costado, entrelazó sus manos, las posó sobre su abdomen e hizo un esfuerzo máximo por ampliar el ángulo de su vista sin girar su rostro. Necesitaba dormir, pero debía terminar lo que había dejado inconcluso: observar a su compañero de asiento detenidamente.

El protagonista de esta historia se distrajo y no acabó su snack.

El chico sentado a su lado derecho traía los ojos cerrados, sus brazos sujetos por sus manos, como para que estos no se caigan mientras el avión alzaba vuelo. Con tranquilidad y ya sin esforzar a su vista, prestó atención a cada uno de los vellos que nacían desde los nudillos de sus dedos. Tenían la forma de las olas del mar, eran tan oscuros y tan gruesos que los podía contar.

Siguió avanzando por los caminos de sus manos y sospechó que ese tejido que le permitía sentir dolor y amor, su piel, era una superficie llana de donde florecían otros miles de vellos, separados por espacios milimétricamente iguales. Su imaginación empezó a babear y estuvo a punto de dejarlo desnudo cuando encontró dos gotas de ese líquido incoloro estallando sobre la casaca amarilla de material impermeable que el chico traía puesto, y luego de estas dos, dos gotas más, y así.

“Otra vez está llorando, ¿Qué le pasará?”, se preguntó Juan Manuel. Y no supo qué hacer. En realidad, no debió hacer nada, ni siquiera debió pensar qué hacer porque hasta esos momentos ambos eran un par de desconocidos. Luego de casi cinco minutos, cuando el chico del llanto silencioso trataba de secarse los ojos con la parte dorsal de sus manos, Juan Manuel supo cómo reaccionar.

—¿Estás bien? —le preguntó—toma—y le ofreció el paquetito de toallitas tissue que traía guardado en un bolsillo de su blazer.

—Eh…sí, gracias…cosas que me han pasado y que ya tendrán que pasar—respondió sin dar mucho detalle.

El avión había terminado su ascenso, avanzaba firme, en línea paralela al mar. Juan Manuel, dejando el roche de lado, insistió.

—Puede que no me conozcas… si necesitas hablar, voy a estar aquí, al menos por unas cinco horas—le dijo.

—Gracias—respondió intentando sacar una sonrisa—Me llamo Eduardo. Gracias, nuevamente. Me parece increíble todo esto, somos dos extraños.

—Éramos dos extraños—extendiéndole su mano derecha en señal de saludo—Yo soy Juan Manuel—dijo, mirándole fijamente los ojos.

El primer contacto carnal llegó a través de ese apretón de manos y con ello, un pensamiento que Juan Manuel tan solo se atrevió a contarle a su cuaderno: “Aunque las miradas no sepan hablar, siempre están diciéndote algo”.


<strong>Randy De Los Santos</strong>
Randy De Los Santos

Nació en Trujillo. Es contador y se mudó a Lima hace nueve años buscando su desarrollo profesional. Lima marcó el inicio de su otra vida. Ha tomado talleres de canto, teatro y fotografía. Fue alumno del taller #YoEscritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

0
    Tu Carrito
    Tu carrito está vacíoVolver a la tienda

    Esta página web utiliza cookies para asegurar una mejor experiencia.