A los veintitrés años conocí a Alma. Fue un viernes de invierno por la noche. Yo regresaba del malecón, caminando por la plaza de ciudad Sueño. Mi reloj marcaba las diez de la noche y la plaza se encontraba solitaria, callada, tranquila. Éramos mi sombra y yo, y hasta ese momento nada me hacía presagiar que aquella era una calma que precedía a la tempestad. No supe el porqué, pero mi corazón latía muy fuerte. No era un dolor clínico; era una sensación de ansiedad, de desesperación. ¿Era el destino llamándome? ¿Era por ella? […]