No nos cabe duda de que este relato hará que piensen en sus papás, y en cómo los autos logran calar en sus corazones. Nosotros lo hicimos. Este es el caso del papá de José.
Un Hillman destartalado
No me acuerdo cuándo llegó a nuestras vidas, en especial a la mía. Creo que estaba en mi memoria desde mi nacimiento. (Mi viejo hubiera dicho que nací en él; siempre exageraba). Solo me acuerdo que pasaba mucho tiempo detrás del timón, simulando que era una nave espacial, un auto de carreras o cualquier cosa que mi imaginación de niño pudiera crear.
Mi viejo decía que aquel Hillman del 64, en el cual me esforzaba por llegar a los pedales, era mi carro. Por eso se esmeraba por inculcarme todo lo referente a la conducción. Me hacía llevar el timón sentado en sus piernas y me enseñaba algunos insultos para liberar el estrés. A mi mamá no le hacía gracia que un mocoso de tres años empezara a putear a quien le cerró el camino, o a aquel que no avanzaba ante una luz verde.
Él sabía cómo hacer para que un niño se sintiera superior manejando un destartalado Hillman por las calles de Lima.
Todoterreno
También decía que había recorrido todo el Perú. Le creo. Llegamos a Chanchamayo al campamento minero donde trabajaba, a Piura a ver a mis abuelos y recorrimos Lima por años. Afirmaba que el carro no subía Ticlio, sino que lo trepaba como un alpinista y nunca se chupaba a la altura.
Mi viejo y el Hillman eran uno solo. Él, detrás del timón, sabía cómo hacer rugir el motor. Yo, en cambio, solo logré sacarle un mar maullidos y un par de choques.
Días antes de que cayera mal, mi papá decidió llevarlo donde el Gringo, el mecánico de confianza de la familia y la segunda persona que conocía tan bien ese carro después de él. Nunca supe su verdadero nombre. En mis recuerdos sigue siendo el Gringo. Tal vez algo en mi papá decidió dejarlo ahí, tal vez sabía que ya no regresaría a recogerlo.
El Hillman nos traía recuerdos de buena vida. Me traía recuerdos de una niñez y una vida simple.