¿El destino que golpea la puerta? ¿O un evento producto del azar? Dos personas se enamoran, pero ¿permanecerán juntas?
Yo recuerdo que esa tarde de invierno, la última tarde, tú y yo nos miramos y juntamos nuestras manos para unirnos en el más profundo sueño. Esta tarde tú no estás. Yo no estoy. Recuerdo que tu mirada arrancaba mis miedos, mis alegrías, mis emociones, hasta que de repente ya no quedaba nada de mí. ¿Quién soy ahora? No quiero despertar.
A los veintitrés años conocí a Alma. Fue un viernes de invierno por la noche. Yo regresaba del malecón, caminando por la plaza de ciudad Sueño. Mi reloj marcaba las diez de la noche y la plaza se encontraba solitaria, callada, tranquila. Éramos mi sombra y yo, y hasta ese momento nada me hacía presagiar que aquella era una calma que precedía a la tempestad. No supe el porqué, pero mi corazón latía muy fuerte. No era un dolor clínico; era una sensación de ansiedad, de desesperación. ¿Era el destino llamándome? ¿Era por ella?
Aquel viernes de invierno Alma caminaba de la mano de su enamorado, un alférez y aspirante a oficial de la marina, pero en un instante todo se puso muy tenso. El “oficial”, como lo llamaba el papá de Alma con cariño, comenzó a reclamarle y ella respondió airada agitando los brazos y empujándolo con ambas manos. ¿Sobre qué peleaban? Cosas de enamorados quizá. Lo cierto es que a medida que me acercaba a ellos, la discusión se volvía más y más tensa.
¡Auxilio! escuché unos segundos previos a cruzarme con ellos. Vi que el oficial abofeteaba a Alma. Instantáneamente corrí y me abalancé sobre él. Logré asestar el primer golpe. El oficial trastabilló. Pensé que había ganado, pero no, para mi pesar el oficial ascendió más fuerte, más robusto. Su primer golpe apareció. Los puños y las patadas iban y venían. En un punto, yo ya solo trataba de defenderme. ¡Pum! Un golpe directo remeció mi cabeza, dejándome aturdido. Caí sobre el pavimento y no pude levantarme. Debo admitir con vergüenza que él era más fuerte. Mientras intentaba ponerme de pie, el oficial sacó su revólver y me apuntó en la cabeza. No pude sentir el frío metal del arma; mi cuerpo percibía mil cosas a la vez: la poca luz de la plaza, la sangre corriendo por mi mejilla, los fuertes latidos de mi corazón, la adrenalina, y Alma, que con lágrimas en los ojos rogaba a gritos al oficial que se detuviera. El oficial, con los ojos inyectados de rabia y la tensión entre sus dedos, estuvo a punto de jalar el gatillo, pero la policía llegó y se fue no sin antes amenazarme de muerte. ¡No te quiero volver a ver, o mi arma será lo último que veas!
Alma se negó a irse con el oficial. Miró mi rostro y me dijo Estás muy herido. Acompáñame para curarte. Dudé un instante, pero acepté acompañarla. Yo sabía que el dolor en mi rostro era por los golpes del oficial, pero necesitaba saber si el latido rápido de mi corazón era por ella. En el camino a su casa me comentó sobre su tormentosa relación con el oficial, la presión de sus padres en las decisiones de su vida y cómo deseaba encontrarse consigo misma, todo eso mientras yo solo escuchaba. Esa era la primera vez que escuchaban a Alma, que realmente la escuchaban. Ella solo necesitaba eso esa noche.
Él nunca me escucha, no toma en cuenta mis opiniones. Quiere que me case y no trabaje. Me agrede. Se acuesta con otras chicas y solo regresa a mí para guardar las apariencias con su familia. Soy un adorno y yo se lo permito. Mis padres quieren que me case con él, que cumpla con la misión de mantener unidas a nuestras familias, que sea abogada, bla, bla, bla… Tampoco me escuchan. En ese momento sentí que la voz de Alma se hizo más triste. Sus ojos se humedecían con cada palabra que pronunciaba. Finalmente hizo una pausa, me miró directamente a los ojos y me dijo con algo de enojo, de rebeldía: No sé por qué proyectan su vida en mis decisiones. ¿Por qué no preguntan qué quiero yo? ¿Sabes qué quiero? Quiero ser historiadora y viajar por todo el mundo. ¡Sola! No necesito a nadie que me diga qué hacer. No he nacido para hacerlos felices, sino para ser feliz.
«Yo sabía que el dolor en mi rostro era por los golpes del oficial, pero necesitaba saber si el latido rápido de mi corazón era por ella».
Entramos a su casa y curó mis heridas en el rostro. Cuando terminó de curarme, me dijo ¿Puedo verte mañana? Me gustaría saber que estás bien. Con esas palabras y un beso en la mejilla Alma se despidió de mí y me regaló su amistad.
Durante las siguientes semanas comenzamos a vernos seguido. Nos gustaba pasar el rato juntos en el malecón por las tardes después de la universidad. Yo cursaba el último año de literatura, escribía y le recitaba mis intentos de poesía. Alma, aunque estudiaba derecho, leía sobre historia y me contaba que quería viajar por todo el mundo, explorar una civilización bajo el agua —¿o era en las montañas? —. Lo cierto es que ella quería descubrir un sentido para su vida. Alma quería ser libre. Libre de sus padres, del oficial y de ella misma en ese momento.
No obstante, los prejuicios y presiones de los que dicen amarnos pueden hacer que todo en nuestras vidas se vuelva oscuro. El viejo se enteró que andábamos juntos. No le gustó que su hija anduviera con un muchacho que era normalito y que quería ser escritor. ¿A dónde vas? Aléjate de ese muchacho y cásate con el oficial le repetía el viejo cada vez que Alma salía para encontrarnos. ¡Es mi vida! ¡Son mis decisiones! respondía Alma sin dirigirle la mirada. El viejo quería mandar a Alma a otra ciudad para que se alejara de mí. El oficial la perseguía y Alma lo ignoraba para luego venir a mí y llorar ¿Por qué no se va? ¿Por qué no entiende que es mi momento de soledad?
Pasó un año y nos veíamos todos los días. Disfrutábamos caminar mucho por el malecón, comer helados por la noche, el bar los sábados, las fiestas, las miradas cómplices y los besos en la mejilla sin enamorarnos, sin complicarnos. O eso pensábamos, porque es fácil mentirse a uno mismo, pero difícil mentirle al corazón. Si bien, habíamos hecho un pacto tácito de no enamorarnos, ya en ese momento yo lo iba rompiendo y es que, ¿de qué sirven esos pactos de no enamorarse si no son para romperlos? Les confieso que me fui enamorando de su fortaleza, su rebeldía, sus ganas de ser libre, pero también de su figura esbelta, de su metro setenta y picos de estatura, su cabello negro hasta la cintura, sus labios delgados, su nariz pequeña, sus pequitas, sus ojos chinitos, y de su sonrisa bella.
«los prejuicios y presiones de los que dicen amarnos pueden hacer que todo en nuestras vidas se vuelva oscuro»
La tarde caía, y en la terraza del restaurante, frente al mar, estábamos solo los dos. La melodía del violín se confundía con la brisa y Alma no dejaba de hablar de las culturas de allí o de allá. Alma, ¿me vas a dejar hablar? la interrumpí. Ella intuía lo que venía a continuación. Se quedó muda y evitó mi mirada escuchando lo que le decía: Te quiero. Sé que prefieres estar sola, pero necesitaba decírtelo. Ella respondió ¿Cómo sucedió? ¿Por qué? y yo contesté a la defensiva No lo sé. Solo me fui enamorando de ti. Desde esa tarde ya no hubo más besos sin complicaciones, sin enamoramiento.
Durante las semanas siguientes no nos vimos, pero nos extrañamos mucho, así que quedamos en encontrarnos para caminar por el malecón. Aún lo recuerdo. Fue aquella tarde cuando éramos amigos y jugábamos a ser novios (¿o era al revés?) que la perdí para siempre.
* * *
En el malecón de ciudad Sueño la tarde moría y todo se tornaba anaranjado. Saqué de mi bolsillo la poesía que había escrito para Alma y se la leí.
En el malecón de ciudad Sueño, los juegos visten de ternura
con pequitas y dulzura,
Jugamos a besarnos con la mirada
La mirada tuya y el corazón mío
Pero tú Juegas a alejarnos
con el corazón tuyo y la mirada mía
¿Y si jugamos a tomarnos de las manos?
Juntando todo, superponiendo corazones y miradas,
Con pequitas y dulzura.
Cuando terminé de leer, la tomé de las manos y le dije ¿Por qué no me miras? Si te miro es para darte amor. Mientras la rodeaba por la cintura, ella evitaba mi mirada. Yo beso de corazón. Busqué sus labios y ella buscó los míos también. Nuestras miradas se superpusieron y se convirtieron en una sola, superponiendo nuestros corazones.
Mientras nos besábamos, la tempestad llegó. Sabía que estarían aquí dijo una voz a nuestras espaldas. Era el oficial. Sacó el mismo revólver de aquella vez en la plaza y me quedé paralizado. No podía voltear, temía voltear. Pero Alma no. El oficial jaló el gatillo y el revólver no obedeció. Lo jaló una segunda vez, con más fuerza ahora, y, en el momento en que lo jalaba, Alma se interpuso entre el él y yo. De pronto, en el malecón fue todo oscuridad: la bala impactó en Alma.
Estaba asustado; Alma en el suelo. La sangre corría por todos lados. Mientras tomaba su mano, ella me dijo Esa tarde de inverno tú me salvaste. Soy feliz ahora y es momento de que yo te salve.